Cómo robar a las mujeres
En nombre de la IA se las aleja del gran negocio, convirtiéndolas en víctimas. Scarlett Johansson es un símbolo de la violencia digital, que lleva tiempo sufriendo
Miro, mientras escribo, el botellín de agua que tengo sobre la mesa, y pienso que siempre acabamos enterándonos de las cosas, pero demasiado tarde, cuando solo quedan las consecuencias, y que ese puede ser el peor de los efectos del ruido. Hace unos años Europa decidió que, para gestionar mejor los residuos, los tapones de las botellas de plástico debían estar unidos al resto del envase, y aquí estoy, preguntándome en qué momento cambió lo cotidiano y por qué nunca leí al respecto. ¿Sucedió hace semanas? ¿Hace meses ya que me araño la cara con tapones asesinos de delfines? Supongo que ocurrió lo de siempre: fuimos avisados con tanto tiempo, nos llegó tal cantidad de recordatorios y les hicimos tan poco caso que perdimos el derecho a sorprendernos por tener que ir a la celebración de esas bodas de oro justo este fin de semana, como si sus protagonistas no nos hubieran avisado sigilosamente durante 50 años. Pasa también con la ciencia y las grandes cuestiones del mundo. Sin salir de mi escritorio, es difícil justificar que una persona informada sobre los peligros de los microplásticos siga usando esos envases.
¿De qué asuntos importantes estamos ignorando las señales? Sé que uno de ellos es la construcción de una tecnología revolucionaria sobre una ideología incorrecta, y que eso determinará la distribución de la riqueza del futuro de una forma que aún desconocemos, pero que no parece que vaya a ser buena para las mujeres. No nos dejemos engañar por la literalidad de la inteligencia artificial (IA). ChatGPT nos dirá que no puede contar chistes discriminatorios porque eso “perpetúa estereotipos dañinos y contribuye a la desigualdad de género”, pero ahí quien habla es la capa de corrección añadida para mantener unas mínimas apariencias. No hay que fijarse en lo que la IA dice, sino en lo que hace, o más bien, en lo que se hace en su nombre: alejar a las mujeres del gran negocio convirtiéndolas en víctimas.
La IA es programada, investigada, financiada, usada y rentabilizada por una mayoría masculina. La cultura de Silicon Valley es ridículamente tóxica. Los modelos de lenguaje se han alimentado con los contenidos de un internet con un profundo sesgo machista. Es comprensible que en ese ambiente Sam Altman se sintiera legitimado para robar la voz de Scarlett Johansson y alimentar así su fantasía marketiniana de que ChatGPT sonara como en la película Her. La actriz es un símbolo de la violencia digital, que lleva mucho sufriendo. En 2011, un hacker filtró en internet sus fotos íntimas. En 2018 fue pionera en denunciar el problema del porno creado sin consentimiento, los deepfakes, multiplicados a partir de 2022 con el salto de la imagen generativa y que afecta sobre todo a mujeres jóvenes. La revolución artificial está siendo más lenta de lo previsto en la política o el empleo, pero para desnudar a Johansson, Rosalía, Laura Escanes o Aitana fue rapidísima. También a chicas anónimas, incluso menores, como en el caso del instituto de Almendralejo, uno de los primeros del mundo.
Deberíamos atender más a estos comienzos, porque cuando una cultura dañina arraiga es tan difícil de arrancar como esos nuevos tapones de plástico, y dentro de unos años nos preguntaremos a dónde estábamos mirando, cómo pudo ocurrir, y tampoco entenderemos dónde se esconden las mujeres en internet y por qué las niñas siguieron sin querer estudiar tecnología, perpetuando un sistema injusto, y responderán que han estado muy ocupadas intentando defenderse de ella.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.