Que coman pasteles: cuando el marketing se disfraza de narrativa
Las películas que predicen el futuro crean unas expectativas sociales a las que no son ajenos quienes las recogen y devuelven al inconsciente colectivo
Esta semana se ha hablado sobre tres películas.
Las dos primeras son Los juegos del hambre —una saga, en realidad— y Maria Antonieta, de Sofia Coppola. Ambas han inspirado una pequeña revolución en redes que comenzó cuando la influencer Haley Kalil subió un vídeo, vestida con la opulencia de la reina francesa, interpretando el momento de la cinta donde se dice el infausto “que coman pasteles” atribuido falsamente a la monarca tras ser informada del hambre de su pueblo. Fue grabado a las puertas de la Gala del Met, donde sucedía un espectáculo desbocado de fama y riqueza extremas, mientras a unos metros, en la calle, se protestaba contra el genocidio de Gaza. La generación Z no ha podido más y ha empezado a dejar de seguir en masa tanto a la autora del vídeo como a las celebridades que no se han pronunciado sobre el conflicto. Comparan la situación con Los juegos del hambre, donde una élite vive al margen de la dramática realidad del resto. La tercera película es Her, de Spike Jonze, donde Scarlett Johansson es la voz de una inteligencia artificial que rompe el corazón de su dueño. Se habla de ella porque Open AI ha presentado una actualización de ChatGPT capaz de conversar en tiempo real. La voz de los vídeos de lanzamiento es similar a la de la actriz, y a veces susurra y flirtea. Altman anunció el avance en X escribiendo tan solo “Her”.
¿Cómo es posible tal clarividencia del cine? La teoría de la conspiración del sembrado de ideas y el “primado negativo” dice que quienes mueven los hilos avanzan lo que nos espera vía Hollywood para que cuando llegue nos parezca plausible. Es todo más sencillo: Maria Antonieta habla del presente, no del pasado; y el objetivo de Los juegos del hambre, Her, y buena parte de la ciencia ficción no consiste en predecir el futuro, sino en criticar el momento. No recordamos las obras fallidas, pero las que aciertan crean unas expectativas sociales a las que no son ajenos quienes las recogen y devuelven al inconsciente colectivo.
En los dos casos de los que estamos tratando puede que no haya ni rastro de profecías autocumplidas. Sobre la revolución contra los influencers, me acuerdo de lo que Carrère escribió en Yoga sobre el poder de los relatos fantásticos de la adolescencia: “No he olvidado ninguno. ¿Por qué me gustan tanto? ¿Por qué me llegan tan intensamente? ¿Por qué es el género de historias que me ayudan a comprender las mías?”. Pero tiene razón Sara Riveiro en X cuando dice que hay que “aprender a empatizar con la gente sin que os recuerden a personajes de libros juveniles”. Sobre ChatGPT y Her, algo me hace sospechar. Esa película no acaba bien, como advierte Brian Barret en Wired, que pide a los señores tecnológicos que vean hasta el final las obras que les inspiran. ¿Por qué querría una parte interesada como Sam Altman usar una distopía como utopía? Una explicación puede ser la estupidez humana, o la falta de cultura real de las élites de Silicon Valley. Otra, que al exaltar sus riesgos quieran magnificar también sus habilidades: si ChatGPT es tan peligroso como Scarlett Johansson, debe ser impresionante. Es la misma técnica que utilizó cuando recorrió el mundo advirtiendo de que su producto podía destruir la humanidad. Ambos riesgos potenciales existen (¡enamorarse de una IA! ¡acabar con la humanidad!), pero lo peligroso de verdad son los terribles errores que dejamos cometer en el presente a un producto inmaduro, dejándonos confundir por puro marketing disfrazado de narrativa.
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