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Tribuna
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Hasta Puigdemont vive ya en la era del ‘posprocés’

Desde Vox hasta la CUP, la campaña para las elecciones catalanas ha ido más de temas socioeconómicos que de independencia

Partidarios de Carles Puigdemont en un autobús para acudir a un mitin del expresident catalán en Francia, donde reside, prófugo de la justicia.
Partidarios de Carles Puigdemont en un autobús para acudir a un mitin del expresident catalán en Francia, donde reside, prófugo de la justicia.Nacho Doce (REUTERS)
Estefanía Molina

Hasta Carles Puigdemont vive ya en la era del posprocés. Desde Vox hasta la CUP, la campaña para las elecciones catalanas ha ido más de temas socioeconómicos que de independencia. Aún no se ha aplicado la amnistía, pero sus efectos ya se hacen notar: eliminar el secuestro emocional de la cárcel o de Waterloo, con tal de devolver la política a la realidad. Tanto es así, que a medida que va quedando atrás el sueño frustrado de 2017, renace una curiosa nostalgia transversal por aquellos tiempos de esplendor de la vieja Convergència que una vez fue.

El PSC fue hábil leyendo las coordenadas de estos comicios: “pasar página” tras diez años de gobiernos favorables a la secesión, una década perdida, a la vista de los malos resultados del informe PISA o la sequía. Y ello no solo amagaba con seducir al votante constitucionalista. Desde hace tiempo, se había instalado un clima de opinión en el propio independentismo sobre que sus líderes no habían servido ni para lograr el Estado propio, ni para gestionar. Ello explica por qué ERC y Junts regresaron a la gobernabilidad de Pedro Sánchez para negociar competencias y financiación. O incluso, por qué el president Pere Aragonès ha potenciado su perfil técnico este 12-M, mientras que Junts ha empapelado media Comunidad autónoma con lemas como “el bon Govern”, apartando de escena al sector más identitario de la formación.

Así que Cataluña se adentra ya en una nueva pantalla. Ello es fruto del miedo de los dirigentes independentistas a volver a la cárcel, pero también, de que los indultos o la amnistía sirvan para borrar el victimismo que impedía a la sociedad catalana avanzar tras el fin del procés tal como se entendió entre 2012 y 2017. No es de extrañar que la campaña se haya polarizado entre PSC y Junts: Cataluña se divide hoy entre el hastío de muchos ciudadanos constitucionalistas, frente a la frustración de los afines a la ruptura por el fracaso del 1-O.

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Lo llamativo es que socialistas y puigdemontistas hayan encontrado la salida evocando el pasado convergent: la propuesta de Illa pasa por devolver la Generalitat a la senda del catalanismo constitucional —apareció paseando con Miquel Roca i Junyent— mientras Puigdemont promete ahora un futuro económico que supere al de Madrid, y posó con Jordi Pujol. Quizás por ello, el líder de Junts esté siendo capaz de ilusionar más a sus bases que Pere Aragonès. La Cataluña del posprocés no irá de saberse mejor que nadie el último dato del CatSalud o de vivienda social: el reto para los líderes del movimiento es remontar el orgullo de un independentismo que se sintió pisoteado tras el 1-O.

Puigdemont ya ha empezado a transitar esa senda. Su probable regreso a España le ha obligado a relanzar su partido, definiendo a Junts en el eje izquierda-derecha, con tal de sobrevivir a la nueva pantalla donde ya no habrá “agravios” penales por la cuestión nacional. De aquella formación transversal, populista y personalista que solo giraba alrededor del referéndum ilegal, hoy existe un Junts que habla de “mérito” o “cultura del esfuerzo” mientras llena su programa con propuestas de bajadas de impuestos. Si el plan es convertirse en una especie de Ayuso catalana, el tiempo lo dirá.

Sin embargo, es probable que ERC acabe teniendo la llave de la gobernabilidad. La coartada perfecta para que Aragonès apoyara un tripartit entre PSC, ERC y Comuns sería que Aliança Catalana —partido soberanista y xenófobo— fuera necesaria para reeditar la mayoría independentista de ERC, Junts y CUP. Ello le permitiría acercarse al PSC con menos costes que hace cinco años, tras haber firmado un manifiesto sobre no pactar con AC. De romper con la política de bloques también irá el posprocés.

La prueba del algodón del cambio de etapa está en la derecha. El Partido Popular y Vox han acabado pugnando por cuestiones como la inmigración porque el procés ha dejado de ser un problema. Lejos de las grandes manifestaciones en Madrid contra la amnistía, sus quejas han aparecido muy diluidas en los debates electorales en Cataluña. Lo mismo ocurrió en Euskadi: el mantra “que te vote Txapote” servirá para rascar votos en el resto de España, pero ni Isabel Díaz Ayuso se atrevió a pronunciarlo allí con la misma vehemencia. Alguien se habrá dado cuenta en el PP de Alberto Núñez Feijóo que ambas comunidades no son como las cuentan en la Madridesfera.

Sin embargo, el pasado no puede volver a Cataluña de la misma forma como se fue: más diez años no pasan en vano. De un lado, el deseo de tener un Estado propio seguirá siendo el nervio que atraviesa a esa parte de la sociedad catalana, pero pervivirá como una especie de independentismo folclórico: una utopía en el horizonte por la que dirán seguir trabajando. Del otro, la base social del constitucionalismo también ha cambiado. El PSC dista hoy de ser aquel partido catalanista que una vez encarnó, al beber ahora de la huella que ha dejado Ciutadans. No es casual que Illa utilice en sus mítines topónimos en español como “Lérida” o “Bajo Llobregat”.

Este 12-M Cataluña se adentra a la fase del posprocés: si se lo huele hasta la derecha, lo puede saber ya hasta Puigdemont.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.
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