Un futuro ordinario
Hagamos lo que hagamos, nos dicen los guionistas, vamos a acabar bien fastidiados
El género distópico empieza a resultar estomagante. Es siempre la misma historia. La ambición humana genera una catástrofe virológica, cuántica, nuclear, climática o informática —aquí las modas cambian— y el mundo se deja caer pendiente abajo hacia un futuro tenebroso donde hay que sobrevivir a pedradas, balaceras y mal rollo en general. Las supuestas utopías al estilo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, son más distópicas aún, porque presentan una humanidad alienada, manipulada y sometida a un concepto de progreso que difícilmente merece tal nombre. Hagamos lo que hagamos, nos dicen los guionistas, vamos a acabar bien fastidiados.
La culpa de esta fatigosa situación se puede trazar a Mary Shelley, que marcó la pauta hace dos siglos con su Frankenstein o El moderno Prometeo, donde se presentan los grandes rasgos del género: un científico cuya ambición supera a su talento crea un monstruo que se le escapa de las manos y organiza una escabechina. Cuando Shelley lo escribió, fue un alarde de talento narrativo e inteligencia futurista, pero dos siglos después ya va siendo hora de explorar otros hilos más sutiles e interesantes para nuestra época.
Por ejemplo, ¿qué tal un futuro ordinario? Ni utópico ni distópico, ni brillante ni oscuro, ni resignado ni heroico. Simplemente ordinario. No quiero decir un futuro igual que el presente, sino igual de ordinario que el presente, con sus avances y sus retrocesos, sus oportunidades y sus riesgos y, sobre todo, consciente de que la humanidad no es un monolito mentecato y manipulable, sino una especie de extraordinaria complejidad pese a su juventud evolutiva.
La catástrofe virológica, cuántica, nuclear, climática o informática puede ocurrir, qué duda cabe, pero eso ya lo sabemos al menos desde Oppenheimer, y lo que ya sabemos es una materia narrativa muy floja, ¿no? Lo que le pedimos a un guionista de este género es una imaginación compleja, creativa, fructífera, el tipo de cosa que no sabe hacer ChatGPT. Ahora mismo, la mayoría de las series futuristas las podría escribir el robot sin grave merma de contenidos, y eso son malas noticias para este sector laboral. Si no queréis que os sustituyan las neuronas artificiales, tendréis que poner las vuestras a trabajar.
Las periodistas culturales Valerie Thompson y Angela Sani proponen una selección de libros que puede servir de inspiración a los guionistas inquietos, pese a pertenecer a la estantería de no ficción. Por ejemplo, la jurista Claire Horn plantea en Eve: the disobedient future of birth (”Eva, el futuro desobediente de la natalidad”) un futuro en que los úteros artificiales serán una alternativa al embarazo. Pero no lo plantea como una distopía catastrófica, sino como una opción para las mujeres que lo deseen. Las cuestiones sobre derechos reproductivos e igualdad de género son justo de lo que se ocupa el libro en profundidad, y podrían servir a nuestro guionista para construir su historia. De las balaceras ya se ocupa ChatGPT, de verdad.
La ingeniera de robótica (¿roboticista?) Daniela Rus acaba de publicar en inglés The heart and the chip: our bright future with robots (”El corazón y el chip: nuestro brillante futuro con los robots”), donde el subtítulo basta para intuir una época más luminosa que la que pinta el cenizo medio de nuestros días. El conocimiento disipa el miedo, pese a la insistencia machacona de Hollywood en sostener lo contrario. Y hay varios libros más, quizá le interesen a algún editor en español. Parecen prospectivas inteligentes y sofisticadas, un soplo de aire fresco en el panorama que pintan los agoreros.
El catastrofismo aburre. Es más predecible que el perro de Pávlov y tiene tanta sutileza como la mano de un hipopótamo. Hay futuros mucho más interesantes y poliédricos que los que nos están pintando, y lo mejor sería que intentáramos introducirnos por alguno de esos.
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