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tribuna
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Ser como los hombres

Soñaba con un feminismo que supiese trasladar a la sociedad entera la urgente necesidad de que el diálogo se imponga sobre la polarización violenta

Emma Stone en una imagen de 'Pobres criaturas'.
Emma Stone en una imagen de 'Pobres criaturas'.Atsushi Nishijima (Atsushi Nishijima)

Se ha llamado masculinización de las mujeres a su progresiva adopción de las características tradicionalmente atribuidas a los hombres: al ocupar la esfera pública y sufrir sus exigencias, las mujeres no hemos sabido transformarla para incluir algunos de los valores en los que nos educamos (diálogo, cooperación, reflexividad, cuidado de los vínculos y de la fragilidad), sino que hemos mimetizado irreflexivamente los de la masculinidad (competitividad, agresividad y confrontación, reactividad impulsiva, enconamiento narcisista y exculpación, tozudez intelectual para mantener esas otras “cualidades” y no apertura hacia la consideración de las opiniones del otro, entre otros) para intentar sobrevivir en ese espacio, lo que ha modificado también nuestra esfera privada.

Por su parte, la digitalización ha producido un rápido incremento de la homogeneización de unos y otras en la agresividad y la reactividad, aspectos que bien deberían ser corregidos en ambos géneros. Soñaba con una sociedad donde el trabajo del feminismo consiguiera que a la necesaria justicia punitiva se sumara una justicia restaurativa que atendiese al daño de la víctima y al arrepentimiento sincero del agresor y no solo al castigo; un feminismo que supiese trasladar a la sociedad entera la urgente necesidad de que el diálogo se imponga sobre la polarización violenta, permitiendo un encuentro constructivo entre posiciones divergentes, una fricción creativa que abriera, en ese punto de frontera, un territorio nuevo de convivencia y consenso. Soñaba con una sociedad donde la liberación y el empoderamiento de las mujeres no pasase solo por imitar una sexualidad alejada del afecto, ni una instrumentalización del otro con las mismas características que la que los hombres ejercieron sobre nosotras, sino por ejercitarnos todos en un trato más considerado y humano, donde imperase el ejercicio de la resonancia y la consideración como formas de relacionarse con el mundo. Pero estamos perdiendo esa batalla y la deshumanización de las relaciones se impone en lo privado y en lo social.

Las redes se inflaman con testimonios encendidos de mujeres que claman por la venganza taliónica del ojo por ojo, diente por diente, formas clásicas en el debate masculino. Hemos perdido el norte, e interpretamos como feministas productos culturales donde las mujeres se convierten en hombres viriles logrados, cuando no en auténticos superhombres. La película de Yorgos Lanthimos Pobres criaturas es buen ejemplo de esto. Su protagonista, Bella Baxter, un nuevo Frankenstein, nos dicen, aunque para muchas de nosotras sea una representación más del viejo tropo cinematográfico del nacida sexy ayer, acaba su supuesto proceso emancipatorio repitiendo el gesto de su creador: convirtiendo en monstruo al hombre que maltrataba a su madre. Aplauden los incautos y las incautas, ¡qué feminista es Bella!, y no aciertan a ver aquí un giro más de la violencia patriarcal invertida: convertir a Bella en una digna imitadora del científico que la creó. Por supuesto, la actitud más humana frente a ese hombre cruel que fuera a la vez su padre y su marido (quienes hayan visto la película comprenderán) sería reeducarlo mediante un meticuloso programa feminista en los valores de la igualdad; pero huelga decir que ni se contempla nada semejante. Por no hablar del “novedoso hallazgo” de Lanthimos de centrar el proceso liberador de Bella en una exploración sexual sin afecto, ejerciendo una lógica exenta de cualquier apunte emocional (reeditando así la vieja dicotomía razón-emoción) y convirtiendo a su protagonista en una versión femenina del hombre rijoso y estudioso (puro logos sin emociones), que usa instrumentalmente a quienes la rodean para su propio bienestar. No hemos luchado para hacer lo mismo que ellos. Hasta el melancólico monstruo de Mary Shelley, el Frankenstein original creado por la joven autora, solicitaba de su creador una compañera, un lazo con los otros que lo incluyese en la comunidad humana, mostrando una fragilidad de la que su supuesta réplica femenina carece.

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También se consideró feminista el personaje de Frances McDormand en Tres anuncios en las afueras (Martin McDonagh, 2017), una madre vengadora e individualista que, tras la desaparición de su hija, se toma la justicia por su mano en la mejor tradición del héroe masculino. Otro tanto cabe decir de la protagonista de Una joven prometedora (Emerald Fennell, 2020), que emprende una fatal venganza autodestructiva.

Los valores en los que se socializaba a las mujeres están siendo borrados por oponerse a la eficacia de una sociedad acelerada que reduce el individuo a un átomo social, a un peón del engranaje productivo, y niega las necesidades humanas más básicas: refugio, lazos afectivos, estabilidad que permita construir un futuro, esto es, trascendencia. Y el proceso es tan sibilino que pasa inadvertido a las propias mujeres.

Necesitamos una reflexión profunda sobre lo que consideramos ideales hacia los que tender; urge revitalizar los derechos humanos, salir de la rueda de la imitación para crear espacios de debate constructivo que desvelen este mimetismo tramposo en el que nos enredamos y el aceleracionismo que nos impide pensar. Ni mujeres convencionales, ni viriles hombres y mujeres patriarcales, busquemos juntos ese espacio complejo y plural por explorar que redefina para ambos los viejos, restrictivos y dolorosos roles de género.

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