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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una armadura para defender la perspetiva de género

Las mujeres encarceladas por microtráfico nunca tuvieron que haber entrado. La justicia restaurativa es una enorme oportunidad para que el Estado las mire por primera vez

mujer recluida en el Centro de Atención Integral para mujeres
Berta Robles (nombre ficticio) en la cárcel de Vilma Curling, Costa Rica, donde cumple condena por microtráfico.Carlos Herrera
Noor Mahtani

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Hace un par de semanas, publicamos la historia del modelo de justicia restaurativa en Costa Rica, que trata de evitar la cárcel a mujeres vulnerables tras cometer delitos menores. Le mandé el reportaje al hijo de Berta Robles*, como le prometí cuando la conocí y entrevisté en la cárcel de mujeres Vilma Curling. Ella no pudo beneficiarse de esta alternativa a la prisión por haber cometido un delito previo: introducir droga a un centro penitenciario. Lleva cuatro años dentro y aún le faltan otros dos.

Robles nunca pudo participar en los círculos de palabra que dan lugar a acuerdos de reparación colectivos, porque tenía antecedentes penales. Es una de las condiciones para formar parte de este sistema de justicia alternativo y antipunitivista. Después de dedicarse cuatro años a la prostitución, Robles quiso salir de ahí. Una colega le dijo que meter droga en la cárcel era una manera “fácil” de ganar el triple de dinero por transacción. Las deudas de esta migrante nicaragüense y la dependencia de sus cinco hijos fueron una razón de peso para decir que sí. “Esa decisión cambió toda mi vida”, repetía una y otra vez.

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Tras leer el reportaje, su hijo me dijo que la extrañaban muchísimo, sobre todo su hermana pequeña. “Ya ella ha cambiado mucho y está lista para regresar con nosotros y seguir adelante”, concluyó. Releí varias veces lo que dijo y entendí la admiración que desprendían sus palabras y lo mucho que valoraba el proceso de su madre. Pero no pude dejar de preguntarme si no estaba ya lista para estar con su familia antes de cometer la transgresión. Si no fue precisamente la necesidad de mantener sola, sin papeles y sin una red de apoyo a sus cinco hijos lo que la obligó a prostituirse y luego a meter droga en la cárcel.

Después de casi dos horas de entrevista con Berta, se me quedó la misma sensación en el cuerpo: me chocó mucho el discurso tan crítico consigo misma. En ningún momento se reconoció como víctima, ni habló de cómo se quedó embarazada con 15 años por falta de educación sexual, ni de cómo aguantó el maltrato de su marido por la dependencia económica. Tampoco recriminó todas las veces que pidió ayuda y no estaba el padre de sus hijos, ni la familia, ni el Estado. Para ella, la responsabilidad era solo suya. “No debí haberlo hecho”, “siempre hay otro camino”... La sociedad suele señalarlas con la misma severidad.

“¿A qué otra cosa te podrías haber dedicado en tu situación?”, pregunté. Sacudió la cabeza y respondió: “No lo sé, pero esto fue lo que me separó de mis hijos. Lo hice mal”. Llevo semanas sin sacarme de la cabeza lo que nos contó y lo mucho que ha calado entre nosotros la cultura del castigo y de la meritocracia. Y lo fácil que es acudir al argumento de: “Hay más personas que también la tuvieron difícil y no cometieron ningún delito”. Sobre todo para quienes lo hemos tenido verdaderamente fácil.

En un café, Coletta Youngers, asesora principal en la ONG estadounidense de derechos humanos WOLA, me contó cómo ella misma trabajó durante años pensando que la solución a la criminalidad era encarcelando gente. “Es una locura, no funciona. Solo cuando ves caso a caso quiénes entran a la cárcel te das cuenta de que el contexto de vulnerabilidad de estas mujeres suele parecerse mucho. Estamos asistiendo a la criminalización de la pobreza”, explicaba.

Pero la sociedad está lejos del consenso. Para defender la perspectiva de género, hace falta vestir con armadura y tener ganas de contraargumentar. Siempre hay un ‘pero’. Si no es la crítica a lo que se considera buenista o blando, es la pregunta de siempre: ¿Y por qué tiene que beneficiar esto solo a las mujeres? Lo maravilloso de organizaciones feministas y defensoras de los derechos humanos es que también son grandes analistas de datos. Y la radiografía de las mujeres encarceladas es la que es. Depende del país, pero entre el 50% y el 70% de las mujeres encarceladas en América Latina lo están por delitos de microtráfico; un porcentaje de hasta 30 puntos porcentuales mayor que en el caso de los hombres privados de libertad.

Además, como explica Youngers, son ellas las que suelen recibir condenas más desproporcionadas por delitos similares que los hombres. “Cuando una mujer se sale del rol que le tocó, ser madre, ser cuidadora, la sociedad las castiga con mucha más dureza que a ellos”, narra. En el caso de Berta, estamos hablando de seis años de cárcel por meter 20 gramos de marihuana en un centro penitenciario. En Costa Rica, la tenencia ilegítima de menores para adopción o forzar a un menor a ejecutar actos sexuales tienen la misma pena.

El patriarcado y la lucha contra las drogas ha triplicado la tasa de mujeres encarceladas desde el año 2000 en América Latina, hasta rondar las 95.000 mujeres entre rejas. La pregunta es prácticamente retórica: ¿Acaso ha reducido el tráfico de drogas la encarcelación de unas 70.000 mujeres por delitos de microtráfico? Para sus hijos, sin embargo, el impacto ha sido brutal. “Nosotros hemos salido adelante, pero la echamos demasiado de menos”, explica Pedro, el hijo de Berta. “Yo no pude estudiar mucho porque teníamos que criar a mi hermana. Con mis hermanos nos hemos turnado su cuidado. Mucha familia se ha separado de nosotros porque le dicen a mi madre que no pensó en nosotros. Nadie sabe el contexto completo”. Y el contexto es imprescindible para hacer justicia. La restaurativa o las alternativas a la cárcel son una enorme oportunidad para que el Estado mire a estas mujeres por primera vez, porque ellas no solo deberían de estar fuera de la cárcel, sino que nunca tuvieron que haber entrado.

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