El día después
Para el Gobierno israelí el 7 de octubre puede durar eternamente. Cualquier reflexión sobre cómo se reconstruirá Gaza y se garantizará un futuro estable es tabú
Hace un par de semanas, vi el monólogo con el que el cómico egipcioestadounidense Ramy Youssef empezó Saturday Night Live. Cuando estaba a punto de acabar, dijo que rezaba a Dios “para que detenga la violencia” y “libere al pueblo de Palestina”, y el público rompió a aplaudir. Como soy un israelí lleno de hastío, diagnostiqué que los miembros de la entusiasta multitud eran neoyorquinos progresistas y propalestinos. Ahora, un segundo después, Youssef dijo que también rezaba por la liberación de todos los rehenes y el público reaccionó con un aplauso igual de fuerte. Entonces comprendí que, a diferencia de lo que veo en las redes sociales, donde hay una clara división entre quienes aman a Israel y quienes lo odian, la gente es, en su mayor parte, muy humana: cuando ve a una joven israelí aterrorizada mientras la llevan a rastras a Gaza, quiere que la liberen; cuando ve a una familia palestina hambrienta y acurrucada bajo una tienda improvisada, llorando a sus muertos, quiere que deje de sufrir. Ya sé que muchos se apresurarán a explicar que no se puede comparar el sufrimiento palestino con el sufrimiento israelí, o el sufrimiento israelí con el sufrimiento palestino, y que la culpa es de un bando, mientras que el otro no ha tenido más remedio. Pero, más allá de todas las explicaciones y los razonamientos, por apasionados que sean, hay una verdad esencial: el sufrimiento es siempre sufrimiento y es humano desear que termine cuanto antes.
Desde hace seis meses revivo mentalmente el mismo día una y otra vez y me despierto cada mañana para empezar otro 7 de octubre. En la televisión, un bucle interminable de noticias muestra nuevos actos de un heroísmo inimaginable, nuevas atrocidades espantosas, nuevas investigaciones, nuevos testimonios desgarradores de aquel terrible día. El paso del tiempo no me ha alejado ni un milímetro de aquel sábado por la mañana. Porque ¿cómo va a haber cambiado verdaderamente nada si los rehenes siguen retenidos en Gaza, los israelíes evacuados todavía no pueden volver a sus casas y yo sigo oyendo el estruendo de los helicópteros que llevan a los soldados heridos al hospital próximo a mi casa?
El Gobierno se niega a hablar del futuro y corta toda conversación sobre lo que se denomina “el día después”. Por lo que a él respecta, el 7 de octubre puede durar eternamente. Ni la estrategia ni las consignas han cambiado en los últimos seis meses, y el débil Gobierno israelí sigue haciendo vagas promesas de una “victoria decisiva”, en vez de establecer unos objetivos realistas y tratar de cumplirlos.
El ministro de Defensa, Yoav Gallant, lleva meses insistiendo en que el líder de Hamás, Yahya Sinwar, tiembla oculto bajo tierra mientras los tanques israelíes pasan por encima; y Netanyahu nos asegura que las tropas de las FDI van a entrar en Rafah en cualquier momento. Da la impresión de que el Gobierno se conforma con seguir haciendo promesas vacías de manera indefinida, mientras los ciudadanos nos refugiamos en la cálida cobertura de esta catástrofe interminable. Cualquier reflexión sobre cómo se reconstruirá Gaza, cualquier paso hacia un futuro claro y estable, es tabú. En cambio, se habla todo el tiempo de reanudar los asentamientos judíos en Gaza y el “traslado voluntario” de los palestinos, tanto en la Kneset como en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya.
“Después de lo que hicieron el 7 de octubre”, ha declarado la oficina de Netanyahu, “no debemos regalarles un Estado”. Ante esta afirmación, me gustaría comentar solamente que un Estado no es algo que se recibe como regalo ni como castigo. La condición de Estado es un derecho fundamental de cada nación. La matanza del 7 de octubre fue espeluznante, pero los palestinos tienen derecho —un derecho que se les ha negado— a elegir a sus gobernantes y controlar su destino desde hace más de 50 años, sin fecha de caducidad. Para impedir que los palestinos puedan ejercer ese derecho, Netanyahu elaboró hace tiempo una doctrina para la que Hamás es una baza. Desde luego, si pensamos en la visión esencial que tienen del mundo, existe una convergencia total entre Hamás y la derecha mesiánica que fija las prioridades del Gobierno de Netanyahu: las dos partes están de acuerdo en que en estas tierras no hay sitio más que para una sola nación y lo único en lo que discrepan es en cuál. Para Netanyahu y sus ministros Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich, de extrema derecha, Hamás es infinitamente preferible a cualquier otro enemigo palestino que podría ser igual de cruel y decidido, pero quizá dispuesto a aceptar una solución de dos Estados.
No pienso abandonar voluntariamente mi casa a corto plazo y mis vecinos palestinos también están aquí para quedarse. En general, la gente no está dispuesta a renunciar a su tierra ni a su libertad y eso es algo que ni Netanyahu ni Sinwar pueden cambiar. El único cambio factible es sustituir a estos dirigentes desastrosos por otros que estén hartos de la caótica realidad en la que estamos atrapados y no tengan miedo a luchar por un futuro mejor.
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