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columna
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Las escaleras del infierno

Mantener viva la guerra, dentro o fuera, es capital para la supervivencia de Netanyahu. Nada ni nadie puede pararle

Netanyahu
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, en una visita a militares que combaten en Gaza.Oficina del primer ministro israelí (EFE/Oficina del primer ministro israelí)
Lluís Bassets

Una fuera y otra dentro, ambas conducen al mismo sitio y se comunican en los rellanos. La guerra es el ascenso a los extremos de una violencia sin límite, pero a efectos de la destrucción y la matanza en Gaza y de su expansión por la región, en Siria, Líbano o Yemen, es un descenso a los infiernos del caos y la inseguridad.

Hay un negro peldaño donde murieron los colaboradores del chef José Andrés, siete justos que entregaron sus vidas por dar de comer a los hambrientos. Puede que se haya caído más bajo en otros casos de depravación bélica en estos seis meses de guerra cruel, pero ningún otro hecho ha tenido tanta visibilidad ni ha conmovido tanto a los amigos y aliados de Israel. La explicación de Netanyahu, “cosas que ocurren en las guerras”, pertenece al mismo repertorio moral de Putin ante la muerte de Navalni. Tantas lamentaciones tendrán escasa credibilidad sin el castigo de los culpables y la rectificación militar israelí, que incluya la protección efectiva de las vidas de los gazatíes exigida por la legislación internacional humanitaria. La evocan los mandos militares pero luego la vulneran sus soldados hasta exhibir sus atrocidades en las redes sociales.

Son dos centenares los cooperantes caídos bajo fuego israelí y casi un centenar los periodistas. Al Jazeera está bajo amenaza de cierre. Un telón de silencio está cayendo sobre la opinión pública israelí y sus medios de comunicación, dominados por la autocensura, cada vez más presionados y acosados en la caza de brujas que ha desatado la guerra. En tales condiciones será difícil que alguien crea las explicaciones sobre la matanza de los cooperantes o las cifras de combatientes de Hamás eliminados. Otro negro peldaño aguarda en Rafah, el rincón donde se amontonan más de un millón de palestinos, a la espera del último asalto. A falta de este trofeo, la escalada ha marcado otro punto exterior con el asesinato selectivo en Damasco de tres altos mandos iraníes, de inconfundible autoría israelí. Como si Netanyahu estuviera dispuesto a la guerra regional antes que ceder a una sola demanda de Biden. Hasta liquidar a Hamás, según el popular e improbable objetivo que se ha propuesto. Con las bombas proporcionadas por Estados Unidos, naturalmente, indiscriminadas en Gaza y precisas en Beirut o Damasco.

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Más plausible es la disuasión israelí quebrada el 7 de octubre y ahora restaurada. A costa del olvido de los rehenes y al precio de una siembra que promete abundantes cosechas terroristas en los próximos años. Mantener viva la guerra, dentro o fuera, es capital para la supervivencia de Netanyahu. Nada ni nadie puede pararle. Ni las resoluciones de Naciones Unidas, ni las reiteradas conminaciones de la Corte Internacional de Justicia. Si la Casa Blanca refrena en una escalera, Netanyahu aprieta en la otra, decidido y apresurado en su descenso a los infiernos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).
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