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Columna
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No quiero leer tu novela, ChatGPT

La inteligencia artificial se dedica a pintar cuadros y a escribir y nos deja los trabajos más repetitivos y peor pagados

Sora OpenAI
Captura de pantalla de uno de los vídeos de muestra publicados por OpenAI y generados con la herramienta de inteligencia artificial Sora.
Jaime Rubio Hancock

Un tuit de la escritora Joanna Maciejewska define a la perfección lo que está pasando con la inteligencia artificial (IA) y la dirección absurda que está tomando: “Quiero que la IA haga la colada y lave los platos para que yo pueda dedicarme al arte y a escribir, no que la IA escriba y dibuje por mí para que yo pueda hacer la colada y lavar los platos”.

Es algo parecido a lo que me contaba la filósofa Eurídice Cabañes, fundadora de la asociación cultural de videojuegos ArsGames, para un reportaje sobre los luditas: claro que hay muchos trabajos que se pueden automatizar, pero se nos presenta un futuro en el que nosotros hacemos lo más duro y aburrido mientras “la IA pinta cuadros”.

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Ahí vamos: ChatGPT escribe textos (aún mediocres), Dall-E se encarga de las ilustraciones (todavía feísimas) y ahora nos prometen que podremos darle un par de frases a Sora o a Vids y nos devolverán un vídeo (probablemente espantoso). Y eso a pesar de que poca gente querrá ver una película hecha con IA, del mismo modo que las partidas de ajedrez más interesantes son casi todas entre humanos y no entre máquinas, aunque estas jueguen mejor y, como explicaba Leontxo García en este diario, hasta Magnus Carlsen aprende de ellas.

Nuestro presente se aleja mucho del futuro que imaginaba Bertrand Russell en 1932: en su Elogio de la ociosidad, el filósofo escribe que la tecnología nos permitirá trabajar cuatro horas diarias y dedicar el tiempo libre a lo que queramos, ya sea escribir una novela, descansar o (hay gente para todo) seguir trabajando. Pero vamos camino de trabajar 12 horas al dictado de un algoritmo que nos dice qué tareas repetitivas hay que dejar listas. Las empresas que programan estos algoritmos aseguran que quieren un mundo mejor, pero su modelo de negocio consiste en vender una versión precarizada y sin derechos de trabajos que ya existían: de taxista a conductor de VTC, de repartidor a rider.

No solo trabajamos al dictado de un algoritmo, sino que a menudo hay que hacerlo para disimular las chapuzas y limitaciones de la tecnología. Hace unos años, Amazon estaba orgullosísima de sus supermercados sin cajeros: uno entraba, cogía pan y yogures y salía sin más, para que luego la empresa le hiciera el cargo en la cuenta como por arte de magia. Pero Amazon acaba de cerrar estas tiendas y además ha confesado, para disfrute tuitero, que la tecnología a veces funcionaba regular: unos mil empleados en la India tenían que revisar algunos vídeos en caso de error o para seguir entrenando al sistema. No era magia; eran trabajos aburridos y mal pagados. Lo mismo ocurre con gran parte de la nueva tecnología, de robots aspiradora que no saben dónde están al etiquetado de vídeos de redes sociales. Y ahí podemos acabar todos, poniendo bien las comas en las novelas que escriba ChatGPT y que no leerá nadie.

Por supuesto, la inteligencia artificial puede ser utilísima. Aparte de sus posibilidades como asistente, el ejemplo clásico es el de AlphaFold, de Google, que hace un par de años dedujo la estructura de todas las proteínas conocidas, algo imposible para un humano. Pero es más fácil vender a los inversores un bot que recita la Wikipedia y se inventa la mitad de lo que dice, como ChatGPT, porque lo va a usar más gente y va a dar más dinero y titulares que todas las proteínas del planeta.

No tengo nada en contra de ganar dinero. Admito que me encantaría tener más dinero. Pero merece la pena desconfiar de los jefazos de la IA cuando dicen que su tecnología nos dará un mundo mejor, porque tiene pinta de que va a ser su mundo y no el nuestro. Como decía Maciejewska en su tuit, yo más bien me veo fregando platos mientras un robot se echa la siesta, que hasta eso nos van a robar.

Sobre la firma

Jaime Rubio Hancock
Editor de boletines de EL PAÍS y columnista en Anatomía de Twitter. Antes pasó por Verne, donde escribió sobre redes sociales, filosofía y humor, entre otros temas. Es autor de los ensayos '¿Está bien pegar a un nazi?' y 'El gran libro del humor español', además de la novela 'El informe Penkse', premio La Llama de narrativa de humor.
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