Los luditas defendían su trabajo frente al de las máquinas, ¿qué podemos aprender de ellos?
Este movimiento que destruía telares mecánicos a principios del siglo XIX nos ayuda a identificar retos de un futuro que se nos dice inevitable
Todos somos un poco luditas, y no solo porque de vez en cuando queramos tirar el móvil por la ventana. Aunque quizás no nos hemos dado cuenta porque seguimos teniendo una visión caricaturizada de este movimiento.
Los luditas fueron un grupo de artesanos textiles ingleses que entre 1811 y 1816 destrozaron telares mecánicos y otras máquinas que amenazaban sus empleos. Tomaron su nombre del ficticio Rey Ludd, que firmaba sus cartas y pasquines, y que estaba inspirado en Ned Ludd, un trabajador (quizás también ficticio) que 40 años antes ya se había cargado uno de esos telares.
La palabra ludita se sigue usando como un insulto dirigido a quien critica tanto los medios como los objetivos de las empresas tecnológicas, ya sea Amazon, Uber o la penúltima red social que haya abierto un millonario. La intención es descalificarlo como alguien con miedo al futuro y a unas máquinas que no entiende.
Pero esta imagen está alejada de la realidad: los luditas no estaban en contra ni del progreso ni de las máquinas, sino de la implantación sin ningún debate de unos artefactos que amenazaban sus empleos, sus comunidades y sus valores. Dos libros recientes quieren dejar claros los objetivos y métodos de los luditas, además de buscar (y encontrar) paralelismos entre la Revolución Industrial y las promesas tecnoutópicas de la actualidad. Se trata de Blood in the Machine, de Brian Merchant (Sangre en la máquina; sin edición en español), y del recientemente traducido Romper cosas en el trabajo: los luditas saben por qué odias tu empleo, de Gavin Mueller (Melusina)
En su libro, Brian Merchant, periodista de Los Angeles Times, explica que el comportamiento de las empresas actuales presenta muchos paralelismos con el de la industria textil del siglo XIX: los fundadores de start-ups y los gigantes tecnológicos presentan su versión del futuro como inevitable, como la única ruta posible para el progreso. Pero su objetivo es concentrar riqueza y poder, y no tienen inconveniente ni en vulnerar nuestra privacidad ni en arrasar con empleos, negocios y formas de vida, desde el pequeño comercio hasta los sectores que, según los más pesimistas, podrían verse sustituidos por la inteligencia artificial.
Mueller, profesor de Nuevos Medios y Cultura Digital en la Universidad de Ámsterdam, nos recuerda en conversación telefónica que el peligro no es solo que nos sustituya una máquina, que también, sino que además se polarice el mercado de trabajo aún más: es decir, que haya muy pocos empleos buenos y una gran masa de trabajadores en precario (sí, más que ahora). Mueller recuerda que “incluso los sistemas muy automatizados necesitan mucho trabajo de mantenimiento”, desde el entrenamiento de los sistemas hasta la moderación y el control de los resultados. Estos son empleos “degradados, repetitivos, insatisfactorios, muy controlados y —menuda sorpresa— mal pagados”. La filósofa Eurídice Cabañes, fundadora de la asociación cultural de videojuegos ArsGames, nos recuerda que “hay muchos trabajos que se pueden automatizar”, pero se nos plantea un futuro en el que nosotros hacemos lo más duro y aburrido mientras “la IA pinta cuadros”.
Los luditas también defendían el valor de su trabajo y recordaban que las máquinas hacían productos de calidad inferior. Sigue pasando: nos parece magia que ChatGPT escriba textos coherentes o que Midjourney produzca ilustraciones casi agradables, pero son versiones inferiores de lo que ya tenemos, muy dependientes de los ejemplos de los que han aprendido (o que han plagiado, según a quién preguntemos). Mueller recuerda el ejemplo de la huelga de guionistas de Hollywood: además de defender sus empleos frente a la IA, pusieron de manifiesto que “queremos experimentar arte y sentir emociones. No vamos al cine a ver el guion generado de la forma más eficiente”.
Máquinas del siglo XXI
Entonces, ¿sacamos las mazas y le damos una lección a OpenAI y a Meta? No es tan sencillo: como recuerda Merchant, es difícil romper máquinas que no vemos y que son “unas líneas de código”. Además de que sería, en fin, ilegal. Pero los luditas no solo recurrieron al sabotaje: también convocaron huelgas, distribuyeron cartas y proclamas, presionaron a políticos y consiguieron negociar con sus empleadores, a veces con éxito, para mejorar sus condiciones e introducir las máquinas de modo gradual. Tanto Cabañes como Mueller insisten en la importancia de la organización y las asociaciones sindicales, además de la exigencia de una mayor regulación, como ha ocurrido con iniciativas recientes en la UE. Muchos economistas y políticos también reclaman un impuesto a las máquinas que sustituyan empleos, con el objetivo de que ese dinero sirva para compensar las pérdidas de trabajo y sueldo, en una medida que también reclamaron los luditas.
Y, por supuesto, hay hueco para formas (legales) de sabotaje. Mueller recuerda que algunos usuarios se dedican a buscar sus debilidades, con el objetivo de mostrar que están lejos de ser el milagro tecnológico que a veces nos presentan y que no están preparados para la terrible amenaza de un humano con tiempo libre. Un ejemplo reciente es el de los concesionarios de Chevrolet en EE UU, que han habilitado chats con la tecnología de ChatGPT. Algunos ¿luditas? están compartiendo en redes sus logros: el programa les ha prometido descuentos disparatados del 50% y promociones inventadas (y sin valor legal, nos tememos), como un pícnic con productos gourmet portugueses y la opción de conocer a Magic Johnson.
Nos podemos poner cínicos y recordar que los líderes de los luditas fueron ejecutados y que la Revolución Industrial ocurrió, a pesar de sus esfuerzos. Pero, como hemos visto, lograron algunas victorias. Es más, para derrotarlos, “el Estado tuvo que usar toda su fuerza militar y modificar el código penal”, y hacerlo lo más “punitivo y cruel” posible, escribe Merchant.
Tampoco se puede descalificar su resistencia con la idea de que la Revolución Industrial terminó creando más empleos de los que destruyó. Mueller recuerda que algunas investigaciones históricas recogen que los estándares de vida cayeron durante décadas: “Para muchos, ese proceso fue una catástrofe”. Es decir, aunque los cambios puedan ser a mejor, tenemos derecho a cuestionar la forma en la que se introducen las innovaciones y si los trabajadores hemos de asumir los costes.
El movimiento inspiró e influyó a las siguientes generaciones de reformadores y disidentes, como ya explicaron historiadores como Eric Hobsbawm y, más recientemente, Steven E. Jones y Daniel F. Noble. Su rastro se puede seguir en actos de rebeldía similares en el resto de Europa, incluyendo Alcoy (Alicante) en 1821, y entre los esclavos negros en Estados Unidos. Llegan, apunta Mueller, a las acciones de los hackers, que, obviamente, no renuncian a la tecnología, pero son críticos con sus usos y modelos económicos. Como lo son también novelas y películas de ciencia ficción, un género ludita, según apuntaba en un artículo reciente el escritor Cory Doctorow.
El ejemplo de este movimiento nos ayuda a identificar los retos tecnológicos, económicos y sociales a los que nos enfrentamos, y nos enseña que, como dice Mueller, podemos pedirle más a la tecnología. Cabañes recuerda que el futuro que se nos vende como inevitable no lo es, y añade que uno de los grandes problemas de cómo se nos ha presentado el progreso tecnológico es que “nos han robado la imaginación”. Llegó el momento de recuperarla.
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