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COLUMNA
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El derecho a leer

Tiene más sentido que nunca aprender a programar ‘precisamente’ ahora que la IA puede hacerlo por nosotros, aunque los líderes de la industria nos aseguren lo contrario

El fundador y consejero delegado de Nvidia, Jensen Huang, en diciembre pasado, en una comparecencia ante los medios en Singapur.
El fundador y consejero delegado de Nvidia, Jensen Huang, en diciembre pasado, en una comparecencia ante los medios en Singapur.Edgar Su (REUTERS)
Marta Peirano

Es bien conocido que Lutero reformó la Iglesia católica hace más de 500 años con la ayuda de un nuevo sistema de letras móviles talladas en metal. No todo el mundo recuerda el motivo. Todo empezó con la construcción de la basílica de San Pedro, un proyecto que el papa Julio II empezó justo antes de morirse y que cuando Lutero llega a Roma a estudiar en 1510 ya estaba arruinando a la institución. La obra tenía sentido: la iglesia que el emperador Constantino había construido sobre la tumba del apóstol Pedro moría de éxito, un poco como el último Sónar en el CCCB. Hacía falta un templo para un público masivo, capaz de transmitir el nuevo poder de la Iglesia. Tardaron siglos en terminar la basílica, un trabajo al que contribuyeron muchos de los grandes artistas de la época como Miguel Ángel, Gian Lorenzo Bernini y Carlo Maderno. Costó mucho más de lo que estaba presupuestado. Cualquiera que haya renovado recientemente el baño o la cocina sabrá empatizar.

Para hacer frente a las facturas, el papa León X puso en marcha una operación basada en una práctica penitencial de la Iglesia primitiva: la venta de indulgencias. Activó una campaña de promoción enviando predicadores a vender absolución a cambio de ricas comisiones. El más famoso de todos, el fraile dominico Johann Tetzel, popularizó eslóganes tan persuasivos como “Tan pronto como el oro en la caja suena; el alma rescatada al cielo llega”. El ambiente era tan propicio que fue como pescar salmones en un barril.

El cielo estaba reservado para los que morían libres de pecado, pero se había vuelto imposible no pecar. Con los nuevos indultos, uno podía comer filete el viernes de Cuaresma, desear a la mujer del vecino y mentir sobre sus gallinas, de forma previsora o incluso retroactiva. Aquellos familiares condenados a vivir en un río de sangre hirviente por matar a un sirviente o engañar a su mujer podían ser rescatados a cambio de unas monedas. El precio se fijaba de acuerdo a los ingresos. Hoy lo llamarían una democratización del más allá.

La campaña fue un gran éxito porque había un gran excedente de pecadores pero, sobre todo, porque estaba prohibido tener la Biblia, leer la Biblia o traducirla a la lengua local. Ningún pecador había leído la parte en la que Cristo delegaba en la Iglesia su autoridad para conceder actos de misericordia y gracia divina, pero todos entendían de pecado, llamas y eternidad. Cuando Lutero descubrió en las epístolas de san Pablo que la salvación es un regalo de Dios otorgado por la fe en Jesucristo y no se podía comprar, su lectura fue tan revolucionaria que cambió el curso de la historia.

En eso pensaba hace tres días cuando escuché al consejero delegado de Nvidia decir que no dejemos que los niños aprendan código porque la inteligencia artificial (IA) les ayudará a programar.

“Vamos a hacer que las computadoras sean más inteligentes para que las personas no tengan que aprender ciencias de la computación para programar una computadora”, dice en su reciente entrevista para CNBC. Jensen Huang es un empresario brillante y lo dice sin doblez. Pero, si aceptamos que el código es el latín de nuestra era y la IA es su nuevo dios, cómo podemos renunciar al derecho de entender sus leyes sin renunciar a entender el mundo. Precisamente ahora que cinco empresas quieren escribirlo y ejecutarlo a oscuras en las catedrales de datos que están levantando a nuestro alrededor.


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