Brotes verdes plurilingües
A pesar de los avances en diversos ámbitos institucionales, el reconocimiento real de los idiomas cooficiales se halla lejos aún de su plena normalización
Con tantos frentes electorales abiertos, la incesante fronda de la derecha contra la futura ley de amnistía y la corrupción que siempre regurgita, no se ha ponderado suficientemente la transcendencia de los acuerdos en materia de plurilingüismo que, por lo pronto, han permitido utilizar todas las lenguas oficiales en el Congreso de los Diputados y trasladar la petición para hacer lo mismo en el seno de la UE. No menos importante es que en breve se impulse una ley estatal que garantice el uso de todas las lenguas oficiales ante las instituciones estatales y el derecho de los hablantes en los procesos judiciales, como recomienda el último informe del Comité de Ministros del Consejo de Europa sobre el cumplimiento de la Carta de Lenguas Regionales o Minoritarias.
Tras varias reuniones del Consejo de Asuntos Generales de la UE sin abordar la cuestión, y meses de evaluación legal, financiera y de orden práctico, el Gobierno ha reavivado, aunque sin éxito, la cuestión de la oficialidad del catalán, el euskera y el gallego en la Unión. Para que no pasase como con aquellas “promesas que volaron y no pueden volver” de la canción de Karina, el Ejecutivo trató de persuadir nuevamente a sus socios de no dejar la cuestión en el baúl de los recuerdos. Con todo, además del veto sueco, finlandés, eslovaco o estonio, donde se mezclan temores sobre el coste económico, sus efectos multiplicadores internos y presiones encubiertas del PP sobre sus homólogos europeos, se está a la espera de que la delegación española solicite un informe de legalidad al Consejo. Este requisito lo ponen algunos Estados para abordar una cuestión que debería ser viable atendiendo a la excepcionalidad de la medida (de “caso único”) y a su encaje en el Reglamento núm. 1 de 1958, que disciplina los usos lingüísticos en la UE. También por el reconocimiento constitucional interno de esas lenguas, su efectiva presencia en las Cortes Generales y su significativo número de hablantes. En el caso del catalán, supera a lenguas hoy oficiales como el danés, el gaélico (irlandés), el croata, el esloveno, el maltés, el lituano, el letón o el estonio. Pese a todo, pues, se avistan brotes verdes plurilingües.
Es de destacar porque, igual que el modelo lingüístico constitucional ha supuesto el reconocimiento de las lenguas distintas del castellano al más alto nivel normativo y un notable incremento de su uso institucional, así como la extensión de su conocimiento y uso social tras décadas de prohibiciones y de postergación, el esquema lingüístico diseñado en 1978 dista mucho de ser equitativo: el castellano es la lengua española oficial del Estado, y todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla. Por tanto, hay un derecho prioritario de los castellanohablantes a consecuencia de la incidencia de su derecho en las áreas de habla castellana (oficialmente unilingües), de la personalidad de su derecho en las que no son castellanohablantes (que se convierten en bilingües), y por supuesto a su hegemonía en las instituciones centrales del Estado. Además, la Constitución se remite a los estatutos de autonomía para que declaren la oficialidad del resto de lenguas, sin ni siquiera mencionarlas, y prevé respetar y proteger —nadie sabe muy bien cómo— la riqueza de las diferentes modalidades lingüísticas.
Esto se explica porque el criterio que orientó al constituyente fue la convicción del conocimiento generalizado del castellano, fruto de siglos de historia compartida, además del propósito nada disimulado de preservar la lengua como eje de unión política. De ahí que haya habido una línea de pensamiento y de acción política que ha preconizado la noción de “lengua común”, en el sentido de considerar el castellano como lengua principal de comunicación, pese a que el 40% de los españoles viven en comunidades autónomas plurilingües, y en seis de ellas existe una lengua oficial distinta del castellano, además de una panoplia de modalidades lingüísticas que van desde el asturiano hasta el amazigh de Ceuta.
De esa misma concepción deriva la utilización espuria de las lenguas minoritarias con fines políticos. El Gobierno de Aragón, del PP, ha anunciado su intención de retirar al catalán y al aragonés la condición de lenguas propias de la región y pasar a defender “modalidades lingüísticas” como el cheso o el fragatino, contra el criterio de las asociaciones de defensa y promoción de dichas lenguas y de 250 académicos de la Universidad de Zaragoza, que reclaman que se tenga en cuenta su criterio científico y el de la Academia Aragonesa de la Lengua. Ya se sabe que la cabra tira al monte y no hay cabrero que la guarde: en 2013, un Gobierno del mismo signo modificó la ley de lenguas para crear el lapao, risible glotónimo con el que se pretendía designar la lengua aragonesa del área oriental en sustitución del catalán hablado en la Franja bajo variantes dialectales como el catalán ribagorzano, leridano o valenciano de transición.
También hace poco, el presidente valenciano, del PP, ha asegurado que no va a tolerar que “se diga que aquí [en la Comunidad Valenciana] se habla catalán; se habla valenciano”, y el portavoz de Vox en las Corts, José María Llanos, ha recomendado al aspirante a la presidencia de la Generalitat de Cataluña por el PP, Alejandro Fernández, “aprender historia” por haber defendido la unidad lingüística como hace desde 2005 la Acadèmia Valenciana de la Llengua, que postula que catalán y valenciano son el mismo idioma, “compartido en territorios como Cataluña, las Illes Balears y Andorra”. Parafraseando nuevamente a Karina (y a Jorge Manrique que lo dijo antes), a veces parece que “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
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