La apatía de los rusos
El cardiólogo y escritor Maxim Ósipov permite acercarse a la vida cotidiana de los habitantes de una pequeña ciudad, lastrada por la grisura y la arbitrariedad de una larga dictadura
Desde que Putin invadió Ucrania hace más de dos años, poco se sabe de lo que piensan, ni tampoco de lo que sienten, los rusos. Dan ganas de mirar por el ojo de la cerradura para acercarse a sus afanes cotidianos: si cuidan las plantas en sus casas, cómo se aman, cuánto tiempo ven la televisión o el móvil, si salen mucho, si los jóvenes estudian o si tienen curiosidad, si sigue siendo verdad aquello de que le dan al vodka con firmeza, perseverancia, dedicación y oficio. Hace poco, casi el 90% de los rusos votó de nuevo por Putin. ¿Quiere decir esto que están contentos, que celebran lo que su Gobierno está haciendo en Ucrania, o que se dejan llevar por la propaganda? ¿Son acaso ignorantes o ingenuos o fanáticos o se han creído el mensaje de que van a volver a recuperar el imperio para nadar de un día para otro en la abundancia? “¿Qué es lo que une al conjunto de Rusias, qué es lo que salva al país de la descomposición?”, se pregunta el cardiólogo y escritor Maxim Ósipov en Kilómetro 101 (Libros del Asteroide). Y se responde: “En los peores momentos uno piensa: solo la inercia”.
Ósipov ha reunido en este libro distintas historias, o bocetos si se prefiere, o recuerdos —su salida en 2022 de Moscú después de que Rusia invadiera Ucrania, por ejemplo—, que permiten asomarse a un rincón cualquiera de ese inmenso país. Estuvo trabajando en Tarusa, donde lo hizo hace años también su bisabuelo después de abandonar los campos de trabajo. No podía vivir, como les ocurría a todos los prisioneros tras cumplir su condena, dentro de un radio de menos de 100 kilómetros de la capital y las grandes ciudades, así que se instaló en esa localidad —”fue creada por gente que viene de fuera”, explica Ósipov— que está a esa distancia aproximada de Moscú.
Hay un momento en que Ósipov se refiere a la gente de N. (trasunto de Tarusa) y habla de “las señoras (…), los veraneantes, los extranjeros, los tayikos (‘Jefe, ¿tiene algún trabajo para mí?’), los pintores, los empresarios, la intelectualidad técnica local”… Vaya, los tayikos forman ya parte del paisaje, buscan curro, no deben tenerlo fácil. Como les ocurre a los moros, a los sudacas y a los subsaharianos en España. Al parecer los cuatro sospechosos de entrar con armas de asalto el viernes pasado en una sala de conciertos del centro comercial Crocus City, en la periferia de Moscú, son originarios de Tayikistán. Dispararon a cuantos encontraron en su camino, que estaban allí simplemente para pasar un rato agradable, acudían al concierto de un grupo de rock progresivo, Picnic. Mataron a más de 140 personas e hirieron a más de 150.
El salvaje atentado lo reivindicó el Estado Islámico, así que habría que ir quitando del relato ese calificativo de tayikos porque solo sirve para confundir. Los asesinos son fanáticos fundamentalistas cargados de ideología y de furia, odio y resentimiento. ¿Y los rusos, qué piensan los rusos de tanta violencia gratuita y devastadora? Como médico, Ósipov explica cómo llegaban a N. muchos que habían sido operados de manera negligente en otros hospitales. “Ellos mismos ven que se han sometido a un riesgo inútil, que su estado no ha mejorado, pero tampoco creen que algo así pueda ser posible, como tampoco las personas en los años treinta y siguientes creían que podían encerrarlas o fusilarlas porque sí, por nada, ‘para cumplir con las cuotas”. Así son las dictaduras y lo que dejan es indolencia, una falsa nostalgia por un pasado glorioso, abulia, apatía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.