Frío, vergüenza y liberación: Maxim Ósipov escribe la crónica del viaje que ha truncado su vida
Desde Tarusa, al sur de Moscú, hasta Ereván, en Armenia. Y de allí a Alemania. Así fue la salida al exilio de uno de los grandes autores rusos vivos, contrario a la invasión de Ucrania
Las tres palabras del título aparecen al final del libro de Sebastian Haffner Historia de un alemán. Escrito antes de la Segunda Guerra Mundial, nosotros leíamos este estudio sobre la formación del fascismo el año pasado, buscando y encontrando en el libro coincidencias con la realidad en la que vivíamos en los últimos tiempos. Y ahora muchos de nosotros, aquellos que nos hemos marchado aquí y allá —a Ereván, Tbilisi, Bakú, Astaná, Estambul, Tel Aviv, Samarcanda—, también nos vemos obligados a sentir en nuestra propia piel estas palabras.
Nosotros —y con “nosotros” me refiero a los que nos hemos marchado (largado, huido) del país al poco de que Rusia hubiera atacado Ucrania— odiamos la guerra, odiamos a quien la ha desencadenado y no nos habíamos propuesto abandonar el país (la patria, nuestra tierra). Cualquier palabra que escribas, la que sea, empiece o no en mayúscula, se ha visto mancillada, deshonrada. La tentación de considerarse como la flor y nata de la sociedad (el Barco de los filósofos de los años 20 del siglo pasado, frases como “Nos llevamos Rusia con nosotros” y otras expresiones insensatas) conviene considerarla como una peligrosa estupidez. Hay una expresión que dice que, cuando uno pierde, ve claro lo que vale; pronto sabremos su significado. Porque somos los perdedores, tanto en lo histórico como en lo espiritual. Centenares de miles, millones de personas que piensan como nosotros se han quedado en el país del que nosotros hemos huido y se dedican a sus quehaceres: a curar a enfermos, a ocuparse de sus padres, de los ancianos, los unos de los otros. Pero por mucha vergüenza que sientan los que se han ido ante los que se han quedado, sería bueno recordar que ahora la línea divisoria entre los compatriotas pasa por otro espacio completamente distinto: entre los que están contra esta guerra y los que están a favor.
—¿Adónde viaja? —te preguntan en la frontera.
Quisieras responderle: no adónde, sino de dónde; pero respondes:
—A Ereván, de vacaciones.
A los más jóvenes y que vuelan solos los separan y los someten a un interrogatorio, les revisan el contenido de bolsas y móviles. Según dicen, buscan a los que se marchan para luchar junto con los ucranianos, pero (ah, los excesos de los que cumplen órdenes) se dejan llevar por el placer de humillar a los muchachos y a las chicas de buena familia: si se trata de unas vacaciones, ¿para qué los diplomas, los certificados de nacimiento, las cartas y las fotos del pasado, los perros y los gatos? ¿Por qué el billete de ida, pero sin la vuelta? ¿Y de verdad valía la pena gastarse mil dólares en el vuelo? ¿Que si valía? Y tanto que valía.
Caos con los vuelos: unos se suspenden y algunos aviones dan media vuelta y regresan a Moscú. La mayoría de los pasajeros son gente joven. Para ellos se trata de un giro en su biografía; un cambio, por cierto, que no es el peor. Pero para nosotros, mayores que ellos, es una vida truncada.
Un detalle divertido: en el vuelo Moscú-Ereván no hay ni un armenio. Pero aquí se acaba la diversión.
1
Los primeros días de la guerra han transcurrido escuchando petrificados las noticias, redactando y firmando cartas contra la guerra y consumiendo enormes cantidades de agua (el alcohol ni te calmaba ni te embriagaba). Tratas de fijar, de retener algo importante (la memoria a corto plazo se ha deteriorado), llamar a los conocidos de Ucrania.
Sobre el estado de ánimo de nuestros compatriotas: los que tienen familiares en Ucrania (que son minoría) están profundamente abatidos. Pero también hay muchos que se muestran beligerantes y para ellos los fracasos de los ataques contra Kiev se explican por la humanidad del ejército ruso.
“Verduras para el caldo” —me llega del televisor (no podemos permitir, oigo, que se encarezcan las verduras para el caldo)— sería una buena definición para los partidarios de esta guerra y de todo lo demás que hace el gobierno. “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25): ¿de qué gentuza estaba formada aquella caterva que en lugar de asistir al Séder pascual se dirigió al Palacio del procurador? Las “verduras para el caldo” están presentes en todos los tiempos y en cualquier nación. En momentos como el actual, la gente común, sostén y fundamento de la civilización, se convierte en una masa de monstruos, de seres malignos. Y he aquí el resultado: la sangre inocente cae sobre nosotros, sobre nuestros hijos y sobre los hijos de nuestros hijos.
Al pronunciar las palabras “verduras” y “ellos” nos situamos en un terreno resbaladizo (¡no deshumanicéis a vuestros oponentes! —diría un liberal), pero se trata de una guerra, una guerra civil incluso, y nosotros no la hemos empezado. Ya es tarde para chácharas, ahora cada uno ha de elegir de qué lado está, es tarde para culparse: no hemos sabido ofrecer nada atractivo, no hemos escrito canciones democráticas como en otros tiempos, y la idea de vivir como seres humanos a ellos no les ha parecido atractiva.
A veces ni los familiares te salvan.
—¡Mamá! —grita al teléfono una muchacha que vive en Kiev—. ¡Nos están bombardeando!
—Te equivocas, hijita —le responde la madre desde Petersburgo—: a la población civil no se la toca; lo han dicho por la tele.
Existe también otra forma de apoyar la guerra, un modo relativamente suave, femenino: por Dios, que todo esto acabe cuanto antes, porque nunca sabremos toda la verdad: solo Dios la conoce. De acuerdo, ¿pero acaso esto nos libera de la responsabilidad de buscarla? Porque Dios no es un joker, un comodín que nos podemos sacar de la manga cuando convenga.
Ya es tarde para chácharas, ahora cada uno ha de elegir de qué lado está, es tarde para culparse
Ahogo, vergüenza, odio —son las palabras más pronunciadas estos días. Justo al principio de marzo corrió el rumor de que iban a declarar de un día para el otro el estado de guerra; es decir, que se prohibiría salir del país, se declararía una movilización general y se instauraría la censura. En las calles de las ciudades aparecieron letras Z y la fantástica proclama, algo inimaginable hasta entonces: “No nos da vergüenza” (en oposición a la “vergüenza de ser rusos” expresada por algunos representantes de la intelligentsia). El muelle interior se tensa y se niega a relajarse. Llegamos a entender a Jan Palach, el estudiante que se quemó ante la represión de la primavera de Praga. De nuevo nos encierran en la sucia y asfixiante pocilga en la que nacimos. ¿Para que a nuestros hijos y nietos los hagan formar dibujando la Z? ¡Jamás!
Los preparativos duran solo un día.
¿Y si hubieras muerto qué te llevarías?
Quedarte a oscuras, en silencio, respirar el aire frío de Tarusa, orar ante las tumbas de tus padres. Despedirte de la casa. Con los objetos es fácil: uno no está para sensiblerías cuando las bombas rusas caen sobre Járkov y Kiev, sobre Mariupol y Lviv.
Moscú: la atravesamos camino del aeropuerto. Aunque has nacido, estudiado y vivido aquí, desde hace mucho tiempo que la percibes como una ciudad enemiga. Separarse de los amigos resulta doloroso, imposible, pero no de Moscú.
El vuelo a Ereván sale puntual. ¿Qué sientes? ¿Sientes que debes sentir algo o de verdad lo has sentido? Dios sabrá. Lo que te domina es la curiosidad: como si te dejaran ver la vida que te espera tras la muerte. Por lo demás, un vuelo como cualquier otro, lo único es que en lugar de las dos horas habituales, son cuatro (rodeando Ucrania).
2
“Nuestras almas heridas buscan la paz justamente tras unas cortinas color crema como estas…” — escribe Bulgákov en su Guardia blanca sobre la guerra civil en Kiev.
Ya estamos en Ereván, que nos recibe con su sabrosa cocina, con la primavera y con los alquileres por las nubes, pero con la posibilidad de recobrar el aliento. Sin la ayuda de los amigos que viven aquí, recuperarte física y moralmente hubiera sido casi imposible. Mi agradecimiento a ellos.
Por el centro de Ereván deambulan grupitos de moscovitas; muchas caras conocidas, a los que quieres saludar, pero descubres que no recuerdas sus nombres. Respiramos aceleradamente, se nos seca la boca, llevamos en la mano botellas de agua y los móviles (que nos ayudan a orientarnos), a muchos se les agrietan los labios de lamérselos nerviosamente. Nadie lleva mascarilla: con el trasfondo de esta guerra, hasta el coronavirus parece perderse en un pasado lejano y nada peligroso, algo parecido a “la garganta inflamada de los niños” de los versos de Mandelshtam.
Pasados dos o tres días, se nos hacen más comprensibles las proporciones de la catástrofe (recordemos que aquí han llegado personas que hacía una semana no tenían intención alguna de abandonar el país), cuando tenemos el tiempo suficiente para detenernos y reflexionar, pensar en concreto sobre nuestra propia vida, y valorar la gravedad de lo sucedido.
Conversaciones en los cafés: ¿Quedarse aquí o trasladarse a Tbilisi?; allí no quieren mucho a los rusos, aunque Georgia no depende tanto de Moscú. —¿Por qué limitarse a Europa? Pensemos por ejemplo en Uruguay, o Colombia. A mí me han propuesto curarme de la tuberculosis en Somalia…
—¡Salud, desertores! —saluda a voz en grito un tipo que entra en el café a un grupo de jóvenes con aspecto de hípsters. Los jóvenes sonríen educadamente, pero no ríen: la broma no ha funcionado.
Algunos ya se han puesto en marcha: unos se han colocado en el Archivo de manuscritos antiguos, o en un taller de arquitectura, otros organizan círculos teatrales, o buscan entrenador de fútbol rusoparlante para sus hijos, aprenden armenio (de momento el alfabeto) y leen en voz alta los letreros y los nombres de las calles. Otros se lamentan de que no pueden sacar dinero, abrir una cuenta en un banco local, pero se quejan en voz baja: todo el mundo entiende la necesidad de relativizar sus dificultades ante lo que padece Ucrania. Algunos lloran: la familia rota, el marido en Moscú, el hijo, a punto de cumplir los 18 y que quiere regresar para ir a la universidad (aunque es muy probable que lo llamen a filas). Otros ya necesitan de un psiquiatra: la pesadilla de la culpa, los intentos de suicidio. Y todo esto aún no pasadas dos semanas de la guerra.
Qué cúmulo de desgracias ha ocasionado un individuo bastante mediocre (nadie pronuncia su nombre) a decenas de millones de personas: a los ucranios, en primer lugar, pero también a tantos rusos. A unos les ha afectado al raciocinio y a otros, como a nosotros, nos ha destrozado la vida. ¿Cómo es él y por qué, a pesar de su talante escrupuloso y prudente, ha cometido errores tan descomunales? Errores que están a punto de provocar que el país, en palabras de Rózanov, se “difumine” en pocos días.
¿A qué personaje literario nos recuerda?
Un gris agente de las fuerzas de seguridad apodado El Polilla, que ha observado el mundo europeo a través de la televisión de Alemania Occidental, soñando, quizás, en convertirse algún día en parte de él y vivir, por ejemplo, en Stuttgart. Luego, hubo alguna cosa más, trabajó al parecer de taxista, ocupación a la que se refiere, no se sabe por qué, con cierta vergüenza. Luego llegó a la jefatura del Estado. Un día sintiéndose aburrido se puso a tocar con dos dedos Murka al piano, una conocida melodía del mundo del hampa, y a jugar a hockey sobre hielo marcando además hasta 12 goles por partido.
Veinte años se pasó pervirtiendo a la gente, luego se sintió aún más aburrido y en esto llegó el coronavirus.
No sólo pervertía a la gente, también mataba, claro. Pero lo hacía sin pasión, no había emoción en sus actos, sino más bien displicencia. Y además, se trata de un individuo sin un asomo de cultura. Pero en algún momento habrá leído algo (¿o le habrán pasado un resumen?): algún filósofo de pacotilla o un autor de ciencia ficción. Y le ha pasado lo que les suele suceder a los rusos que no saben distinguir la realidad de los cuentos, de la ficción, como ocurre con los personajes de Andrei Platónov, con la diferencia de que las del escritor son, en su mayoría, almas puras, luminosas, y la del exagente, en cambio, es oscura, malvada. De modo que el ejemplo que le resulta más cercano es el de Smerdiakov de Los hermanos Karamázov. Si Iván Karamázov perora, escribe poemas, Smerdiakov en cambio agarra un pisapapeles y golpea con él una y otra vez a Fiódor Pávlovich en la cabeza.
¿Quién hace en nuestro caso el papel de Iván, el que contaba en Los hermanos Karamázov dulces cuentos sobre el “mundo ruso”? No lo sabemos: ¿el filósofo Ilin, Solzhenitsin, el empresario grafómano Yúriev, los discípulos del metodólogo Schedrovitski? ¿O han sido el actual patriarca, o algún santo varón quienes han desviado de su recto camino a nuestro Smerdiakov?
“Sería bueno hablar con algún hombre inteligente”, decía Smerdiakov; como nuestro personaje que confesó que después de Gandhi no tenía con quién hablar. (¡Gandhi, dónde está Gandhi!).
Conviene notar otro punto de coincidencia con el personaje literario de Smerdiakov: ambos captan lo bajo, lo miserable en los demás y enseguida encuentran en los otros sus puntos débiles.
Cinco de marzo. Este día, como el 16 (la festividad del Purim en el nuevo calendario) fue un día de grandes esperanzas (pues coincidía con el día de la muerte de Stalin).
En la mesa de al lado se oye un suspiro y recitar (a Pushkin):
—”No somos nosotros quienes contamos de nuestros días el correr…” —
En seguida se ve que es alguien de letras.
—¡Murió aquel y también caerá este! — y se oye el chocar de las copas.
En todas partes se expresa el deseo de ver muerto al dictador; hasta en su propia casa, Moscú, y el hecho da lugar a historias como ésta.
Algunos lloran: la familia rota, el hijo que quiere regresar (lo pueden llamar a filas) la culpa, los intentos de suicidio
Una encantadora moscovita, redactora de profesión, tiene una amiga creyente, la llamaremos Olga Vladímirovna (hemos cambiado el nombre, no el patronímico). Al poco de iniciarse la guerra, la redactora recibe un mensaje de Olga Vladímirovna en el que le pide a su amiga que vaya a una iglesia y encargue unas misas de difuntos para el recién finado Vladímir. Esta cumple de inmediato el encargo de la amiga y la llama para transmitirle sus condolencias: no sabía que su padre, el pobre Vladímir Aleksándrovich había fallecido. —¿Ha sido el corazón? — Tras una pausa Olga Vladímirovna le responde: Me crees mejor de lo que soy en realidad. (Rezar por una persona como si se tratara de un muerto, encargar funerales, ponerle velas cabeza abajo son diferentes formas probadas durante siglos de mandar al otro mundo a alguien [incluido, a mortales, como Putin, llamados Vladímir]).
Ya has recorrido la calle de Tumanyán y la avenida de Mashtots, visitado la ciudad de Echmiadzin, el templo de Garni y el monasterio de Geghard. No obstante, las impresiones turísticas son en general poco duraderas y ahora no queda lugar para recuerdo alguno. Regresar cuanto antes al ordenador: escribir cartas, escuchar noticias.
Y las noticias son, al parecer, que a nuestro ejército le espera una derrota. Cuesta alegrarse de ello, pero una victoria sería algo mucho más espantoso todavía. Ya en los primeros días de la guerra se instaló una sensación de hundimiento que con el tiempo no ha hecho más que crecer. Porque el poder del ejército ruso se ha sobrevalorado y porque su propia imagen, inventada por la propaganda (como los “hombrecillos verdes” de Crimea), es completamente falsa. No solo se diferencia de la situación real de las cosas, sino también de la creada por la literatura rusa, por las canciones militares y el cine soviético: uniformes desaliñados, un humor muy especial, “el soldado le hará al chico un silbato con la navaja”, y una filosofía particular. Mucho calor humano y poco ardor guerrero. “Allí estaba él, y su camiseta a rayas, que se cubrió de espesas manchas…” — dice la canción. En cambio, el “hombre verde” es por el contrario completamente frío, autosuficiente, la parte inferior de la cara cubierta por una máscara negra, la radio a la espalda, en el pecho un lanzallamas último modelo y bajo la chaqueta quien sabe si un aire acondicionado. Siguiendo con la broma, no experimenta ni sed ni hambre, no desea ni mujer ni de hecho a nadie, y si le dan la orden, de un solo manotazo destruirá una ciudad entera.
Tenemos ante nosotros una parodia de soldado que o bien imita a los videojuegos de ordenador, o a una película barata de Hollywood, pero la gente, con su Jefe Militar Supremo a la cabeza, se la ha creído.
Una reflexión a propósito: la guerra actual representa además un serio golpe para el Día de la Victoria, la festividad rusa —el 9 de mayo— más importante. Los hijos y los nietos de los veteranos escriben: “menos mal que nuestro padre o abuelo no ha vivido para verlo”. Se han vuelto imposibles también las viejas canciones de la guerra.
En fin, por muy buen tiempo que haga en Ereván es hora de abandonar Armenia.
—”Barev dzez” —saludas en su lengua al guardia de frontera. Este te interroga durante largo rato: cuál es el motivo del vuelo a Alemania, pregunta displicente; examina con lupa el pasaporte, exige que le enseñes el billete de regreso. Los guardias armenios están en estrecho contacto con la policía secreta rusa, forman casi parte de ella. Finalmente el servidor te deja pasar, subes al vuelo Ereván-Fráncfort, y es entonces cuando sientes el frío, la vergüenza y la liberación. La sensación de frío, por vivir la historia que se desarrolla ante tus ojos; de frío porque una u otra acción o palabra por tu parte pueden tener consecuencias inmediatas. De vergüenza, porque justamente te sientes liberado. Como ocurre con el ganso navideño: te cuesta disfrutarlo cuando otros no pueden llevarlo a su mesa.
3
El avión vuela sobre Alemania, en la pantalla aparecen los nombres de las ciudades. Un recuerdo de juventud: clase de formación militar en la Facultad de Medicina; sería el primero o el segundo curso. El profesor, un mayor del Ejército, desprecinta un paquete con la inscripción de “máximo secreto” y extrae de él unos mapas de Europa en los que debemos señalar la disposición de las tropas. El enemigo se halla en Düsseldorf y nuestro Ejército digamos que en Coblenza. El enemigo realiza un ataque nuclear de cierta magnitud contra nuestras fuerzas. Calcúlese cuántas camas, hospitales y médicos se necesitan. ¿Pero qué narices estamos haciendo en Coblenza? A nadie se le ocurre hacerse esta pregunta. ¿Y por qué el enemigo ataca con misiles nucleares su propio territorio? Se trata de un escenario creado ex profeso por la URSS. De este modo nos preparaban de jóvenes a ser partícipes de un crimen. Como en una canción infantil que todos conocemos, que decía: “¿Y si hemos ofendido a alguien en vano? / El calendario dejará atrás la hoja…”. Es decir, amigos, no os preocupéis: el arrepentimiento, los remordimientos no van con nosotros. La vergüenza no es humo, no nos cegará los ojos. No sintamos vergüenza. Somos rusos y Dios está con nosotros.
O, por ejemplo, el virtuoso pianista B.B. declaraba en la televisión: “Yo vengo de las humanidades, de la música y todo eso… Comprendo que [los ucranios] nos den lástima… Pero ¿no se les podría cercar y cortarles la electricidad…?”, y con estas palabras el humanista se convierte de inmediato en un criminal de guerra. La sonrisa tímida de B.B. (“la música y todo eso”) me trae a la memoria el héroe de la película El hermano, que mata a un montón de personas, pero sigue siendo el muchacho dulce y encantador de siempre. Y la impresión es que, no obstante, incluso la gente que aprecia la cultura rusa, poco a poco van mirando más allá de ese encanto.
Aquí y allá se oyen voces preocupadas: —¿Han oído? En Polonia se ha suspendido Borís Godunov—. Y esta preocupación se me antoja fuera de lugar, al menos mientras sigan cayendo bombas. Pushkin y Gógol, o Chéjov y Tolstói sabrán defenderse solos y nosotros también nos las arreglaremos. Y el hecho de que los escritores ucranios no quieran participar en actos donde haya rusos, independientemente de sus ideas políticas, también me parece natural: porque tú te has marchado a Armenia y a Alemania y no a Mariupol o a Kiev. En opinión de los ucranios, los rusos buenos son los que salen a manifestarse con pancartas en la plaza Roja o están entre rejas.
En el avión te entregan un cuestionario. Llegas al apartado “Nationality”. Has de elegir la tuya en la lista: Albania, Argelia, Andorra… Qué tentador elegir Andorra, o Gabón; pero no, sigue hasta Russland. Acostúmbrate, eso, acostúmbrate: ahora habrás de escuchar hasta el final de tus días frases afables como ésta: “Que sea ruso o no, no importa, hay muchos rusos buena gente”. Puedes considerar esto como el pago por el placer de leer a Pushkin o a Gógol en su lengua original.
—Ahora sois como aquellos alemanes antifascistas que abandonaron su país con un pasaporte alemán. A ellos también los recibieron como ciudadanos de un país enemigo —me dice una alemana, la directora de una importante institución cultural.
Una entrevista para un periódico belga. Es evidente que el corresponsal no está preparado: no sabe, por ejemplo, que Ucrania formaba parte de la URSS, pero repite insistentemente la misma pregunta: ¿de modo que usted está en contra de esta guerra? Estás a punto de explotar y soltarle un par de exabruptos. Calma, amigo, contente, baja el tono.
—You’ll be back in Tarusa some day and that will be a glorious homecoming! —te escribe un buen amigo norteamericano. Cualquier cosa, pero un triunfo no es lo que esperas: el retorno, si este se produce, no será glorioso. Sobre esto ya se ha hecho un filme. Berlín, octubre de 1945, un joven alemán de sonrisa culpable regresa de Estados Unidos con la intención de ayudar a su patria, pero la cosa acaba en tragedia.
En cualquier caso, el futuro hoy es menos previsible que nunca: nuestra memoria no recuerda una catástrofe como esta, de modo que es inevitable, necesario incluso, sentirte algo fatalista.
Uno de los aspectos extraños de la actual emigración es que, para nosotros, en cualquier momento es posible —no para todos, pero sí para la mayoría— regresar al lugar que llamamos como antes “nuestra casa”, que podemos mirar atrás sin convertirnos en estatuas de sal. No, no pienses en el regreso, porque te arriesgas a convertirte en un personaje cómico de hace cien años, en un emigrante de los que en Rusia habían sido algo, pero que entonces peroraba en un café de París, de Berlín o de Praga sobre los malditos bolcheviques, convencido del pronto retorno al trono de los Románov.
Donde tengas el colchón, esta será tu casa: una circunstancia de la vida que siempre te pareció atractiva. Aprender a vivirla. Hacerla tuya es más sencillo de lo que creías antes.
Un sueño de los tiempos de paz (la casa de Tarusa, las lilas), y del que despiertas paulatinamente. Puedes detenerte por un instante en este dulce sueño, retenerlo. Aún estás allí donde viviste antes, pero luego abres los ojos e irrumpe el presente, y la realidad te envuelve con todo su pavoroso poder: pronto ya habrán pasado dos meses desde que empezó la guerra.
La persona a quien le han cortado una pierna juega en sueños al fútbol: más horroroso será su despertar. En el proceso de la vida te ha tocado experimentar varias veces algo parecido: la ocasión más dolorosa fue la muerte de tu padre. Pero aquello fue una cuestión personal, algo tuyo. Ahora, en cambio, es un sentimiento parecido el que vive toda la nación rusa, toda la parte viva de aquellos que, como escribe Mandelstam, tienen “una tumba verde, un rojo respirar y una risa ágil”. Con la necesidad de decidir cada mañana para qué te has despertado.
17 de abril de 2022. Tarusa, Ereván, Berlín. Traducción de Ricardo San Vicente.
Maxim Ósipov es escritor y médico ruso. Su último libro publicado es Piedra, papel, tijera (Libros del Asteroide, 2022).
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.