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tribuna
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La conexión de los tiempos

La guerra iniciada por Putin y la represión política han hecho su maléfico trabajo. De toda la diversidad de Rusia, solo han quedado dos: la que apoya al régimen y la perseguida

Alexei Navalny
Trabajadores municipales tapan un grafiti del líder opositor ruso Alexéi Navalni, en el que se puede leer "héroe de nuestro tiempo", en San Petersburgo el pasado mes de noviembre.Ivan Petrov (AP)

El pasado 1 de marzo, primer día de primavera en Moscú, en el cementerio de Borísovo, enterraron a Alexéi Navalni. Y este domingo, en Rusia se celebrarán unas elecciones cuyo resultado conocemos: el asesino de Navalni será reelegido presidente. Son innumerables las desgracias causadas por él, principalmente para el pueblo ucranio, pero también para los rusos. Ya ha matado y mutilado a cientos de miles de personas, ha desplazado a millones, no solo en nuestro país, sino en todo el mundo.

“Putin is my nigga, America is shit!” (Putin es mi amigo, ¡América es una mierda!), me gritó recientemente un joven europeo con quien me encontré cuando este vio mi pasaporte ruso. ¿Por quién, bajo qué circunstancias, se ha visto influenciado?

La guerra iniciada por el dictador y la represión política han hecho su maléfico trabajo: de toda la variedad de capas de la población, de sus culturas y de toda la diversidad de Rusia, solo han quedado dos: la que apoya al régimen, ya sea con un silencio indiferente, ya sea con gritos estridentes, y la otra, la perseguida, la que se opone al régimen. En el país solo existen dos colores: el blanco y el negro y así se mantendrá hasta el final de la guerra y de la tiranía, es decir, mientras él esté vivo: el hombre de ojos vacíos, sonrisa malvada y un alma muerta.

En un cuarto de siglo de gobierno del país, ante nuestros ojos —y con nuestra aquiescencia— el dictador se ha convertido en un coágulo de maldad no reflexiva, como si estuviera siguiendo un plan diabólico: destruir el mundo y a sí mismo, como un tumor canceroso que mata a su huésped. Pero basta de hablar de él, del antihéroe, recordemos y recordaremos siempre al verdadero héroe, a Alexéi Navalni.

En su corta vida (47 años), Navalni ha realizado muchas actividades diversas. Tuve la oportunidad de participar, muy modestamente, en una de ellas: cuando en 2013 de repente le permitieron participar en las elecciones a alcalde de Moscú como candidato: en ese momento nos encontramos y hablamos durante una hora y media sobre los problemas de la sanidad y no solo sobre eso. Recuerdo que temía encontrarme con un joven Yeltsin, claramente convencido de su elección, uno de esos hombres de los que fácilmente se podría esperar unas palmaditas en la espalda, pero me encontré con un joven interesado y dispuesto a aprender. En ningún momento sentí que no se le podía contradecir, que no se le podía decir “no”.

Otros, los que lo conocían bien, escribirán sobre las ideas y acciones de Navalni, sobre su vida entera. Pero “la vida ha terminado, y comienza una nueva vida”, y en el centro de esta nueva vida está el mayor logro de Navalni: su regreso voluntario a Rusia después de su milagrosa curación en Alemania.

Hace unos meses, un conocido profesor, humanista y autor de numerosos libros, expresó públicamente que todos cometemos errores, que Alexéi Navalni también cometió un error cuando se entregó por propia voluntad a sus perseguidores y envenenadores. Y su voz, dijo el humanista, ya no se escucharía, cuando podía haberse quedado en Occidente, organizando un periódico o una universidad. Intenté contradecirle (¡si hay una voz que se escucha, es precisamente la de Navalni!). Pero, como resultó, al humanista le pareció que incluso la muerte en la cruz del Cristo fue un error (también podría haber fundado algo, por ejemplo, un hospital). Ni siquiera ayudó la antológica poesía del clásico Nekrásov:

No digas: ‘¡Olvidó el peligro!

¡De su destino él tendrá la culpa!’

Él ve mejor que es imposible

sin sacrificio, servir al bien…

Así es la audacia ajena: divierte a unos, intriga a otros y enfurece a algunos. Superar la reacción convencional hacia la hazaña ajena no es fácil y a menudo es imposible. “Oh, ¿por qué no se quedó en Occidente?” — ¿Y por qué María Kolésnikova rompió su pasaporte? ¿Y por qué Mandelshtam compuso versos antiestalinistas? Era un estúpido, un corazón apasionado, no como nosotros.

Con esto en mente, escribí un artículo en la primavera de 2021 sobre el tema: el regreso de Navalni. Mucha gente se preocupaba por su suerte, pero quedaba también la esperanza. Mi artículo se llamaba ¡Eres un genio, no falles...!

Cuando el 13 de enero de 2021 se supo que Alexéi Navalni tenía la intención de regresar a Moscú, recordé cómo una vez estuve en el circo, donde, entre otros, actuaban equilibristas. Un niño muy joven caminaba alto, muy alto, por una cuerda casi invisible. La orquesta estaba en silencio, y el público también. Del miedo por el joven equilibrista sentí que me daba vueltas la cabeza. Y entonces, en completo silencio, se escuchó la voz de un niño: “¡Eres un genio, niño! ¡Mantente firme, niño!”. La misma sensación de mareo y el deseo de gritar, como aquel niño, provocó la noticia del regreso de Alexéi Navalni a Moscú.

En esos días de enero, la admiración por Navalni, que se había curado milagrosamente hacía poco, superaba nuestra sensación de miedo. Él sabía lo que estaba haciendo, así lo parecía. Lo compararon con Napoleón en el puente de Arcole; con Iván, el héroe de los cuentos rusos, e incluso con el Falso Dmitri de Pushkin (“Lo guarda, claro, el destino; / Y nosotros, amigos, no nos desanimaremos”), en resumen, con un hombre elegido, dotado de un sentido de destino. Este sentimiento se intensificó aún más cuando, al llegar al aeropuerto de Sheremétievo, Navalni eligió acertadamente el lugar para una entrevista —frente a la imagen de las torres y cúpulas del Kremlin de Moscú—, su última entrevista en libertad.

Al mirar las fotos de Alexéi Navalni y su esposa Yulia, pensamos: ¿Y si esta bella pareja joven llegase al poder político?

¿O no hicimos de Pushkin nuestro símbolo, nuestra bandera, el genio alegre en un país donde abundaban los genios pero mucho más sombríos? Los tiranos (no solo los rusos), por lo general, son personas feas, de baja estatura, con rostros hinchados y enfermizos, pequeños ojos hundidos, privados de las alegrías de la vida familiar. ¡Qué contraste presentaban Alexéi y Yulia desde esta perspectiva!

El verbo ligero, el ingenio de Navalni, su capacidad para improvisar, son cualidades que se destacaron sobre todo en su famosa conversación con el torpe químico envenenador, que escucharon millones de usuarios de internet. Muchos todavía recuerdan el aterrizaje del alemán Mathias Rust en la Plaza Roja la tarde del 28 de mayo de 1987. Después de la conversación de Navalni con el químico, surgió el mismo sentimiento que hace 33 años: la vida será diferente, las fronteras inevitablemente caerán, la ventana se abrió y no se cerrará. Los poderosos y temibles órganos de seguridad fueron expuestos en una luz ridícula y absurda; los artistas de un gran encanto masculino, al menos así parecía, ya no representarán espías en el cine, y esos muchachos granujientos que planean ingresar a las escuelas de la FSB quizás se lo pensarán dos veces si vale la pena hacerlo.

“¿Por qué no nos muestras a la juez?, ¿o está desnuda?”, pregunta Navalni ya durante el juicio: qué espíritu debe estar presente para bromear de esta manera en esas circunstancias. Finalmente, su última proclama: “¡Rusia será feliz!”, una palabra alegre en lugar de consignas mucho más sombrías, aunque fieles, de años anteriores.

El heroísmo como un don, como una actitud genial, un poder que no se puede interpretar, simular: eso es lo que provoca admiración en algunas personas, en otra parte de ellas (especialmente en los hombres) envidia. Envidiar el don político, como el musical o el poético, es extraño, pero es natural en el heroísmo personal, aunque vergonzoso. Las personas, incluidas nominalmente en la oposición, pero que no pueden reconocer en sí mismas esta envidia y luchar contra ella, escriben manifiestos, expresan desacuerdo con las opiniones de Navalni, aunque ya no se trata de opiniones desde hace mucho tiempo. “¡Salgo a la calle!”, escribieron en las redes sociales después de los juicios de Navalni jóvenes valientes, y salieron a las calles de sus ciudades, la única reacción saludable a los acontecimientos, aunque llena de grandes problemas.

Sin embargo, pronto la diversión terminó, se convirtió en una profunda melancolía, desesperación. Navalni está en la cárcel, lo torturan privándolo de sueño, negándole atención médica. Cada día trae noticias más sombrías que el anterior. El mundo político se ha empobrecido, ya no tiene sentido razonar en términos de derecha e izquierda, república parlamentaria o presidencial, estado nacional o imperio. Vida contra no-vida, luz contra oscuridad: ahí tienes todo el conflicto. La sociedad está sumida en un estado de catástrofe moral, impotencia, especialmente pronunciada nuevamente entre los hombres. No escaparán de esta catástrofe ni el trabajo, ni la vida privada, ni la emigración. Sí, hay un pequeño círculo de amigos, hay Facebook, que ha reemplazado nuestras instituciones sociales y crea la ilusión de que estamos entre los nuestros, pero si miras más de cerca, ves cómo se reduce nuestra vida rusa. Uno u otro decide irse: ¿eso ayudará a Navalni y a cientos (si no miles) de otros presos políticos?

—“No, incluso si te vas, alejándote de la tragedia, no dejarás de vigilarla”.

—“Pero algo hay que hacer ...”

—“De acuerdo, vivimos de alguna manera en la Unión Soviética ...”

—“Deja eso, ¿qué tiene que ver la Unión Soviética aquí? Si vamos a comparar con algo, entonces con Alemania a mediados de los treinta”.

Así transcurre esta misma vida en tales conversaciones.

Quisiera terminar con una nota, aunque no optimista, pero sí reconciliadora, pero ¿de dónde la sacarías? Por ahora, solo queda repetir lo mismo con lo que comenzó, pero en silencio, susurrando: “¡Bien hecho, chico!... ¿Y si de verdad lo logra?

Y aquí, mirando —lamentablemente, desde lejos— a la gente reunida en el funeral de Alexéi (alguien dice que vinieron50.000, y alguien dice 100.000), pienso: ¡paradójicamente, lo logró!

No lo que queríamos nosotros, ni lo que probablemente quería él mismo, pero algo diferente y en cierto sentido, más grande. Después de todo, Hamlet no vino a castigar el mal, sino a restaurar la conexión del tiempo. “Y muero, príncipe, en mi tierra natal / Con una espada envenenada apuñalada”: en el funeral de Navalni vimos claramente no solo a la Rusia del envenenador Claudio, quien rompió la conexión del tiempo, sino también a la Rusia del príncipe Hamlet, que la restauró.

“Rusia será libre”, “Rusia será feliz”, la despedida multitudinaria al verdadero, no imaginario, héroe de Rusia nos infunde fe, aunque sea débil, tímida. Según el testimonio de quienes superaron el miedo —los que estuvieron allí—, a través del horror de lo que está sucediendo, se sintió una especie de esperanza, de una primavera.

¿Y las elecciones, merecen que las mencionemos?

“¡Navalni nuestro presidente!”, gritaban los jóvenes entre la multitud en su funeral.

Si alguna vez hay que votar, entonces hay que hacerlo por estos jóvenes.

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