Los disidentes rusos: ¿luchar desde dentro o desde fuera?
Muchos de los asesinados mientras combatían el autoritarismo de Moscú vivieron en el extranjero, donde se empaparon de los valores democráticos que intentaron introducir en Rusia.
El dilema de la disidencia política —y de los artistas, que necesitan crear en libertad— siempre ha sido el mismo: ¿hay que enfrentarse a las dictaduras directamente o desde el amparo del extranjero?
En el caso de Rusia, y especialmente en los tiempos de la Unión Soviética, el regreso de los exiliados tuvo en muchos casos consecuencias dramáticas. Nadezhda Krúpskaia, la mujer de Lenin, que vivió durante años en distintas capitales europeas, fue envenenada por Stalin en 1939, el día en que ella cumplía 70 años. El compositor Serguéi Prokófiev en su exilio parisiense no se dejó seducir por las promesas y regresó, con su esposa y dos hijos, en plena época de las purgas estalinistas, con la esperanza de trabajar mejor en la Unión Soviética. Los servicios secretos no tardaron en separarlo de su mujer, la cantante española Lina Codina, a la que enviaron al Gulag. El compositor también fue perseguido por Stalin, acabó enfermando y murió el 5 de marzo de 1953, el mismo día que el dictador. También a la poeta Marina Tsvetáieva la aguardó una tragedia en su país. Primero volvieron de París a Moscú su hija Ariadna, a la que el régimen sentenció a varias décadas en el Gulag, y su marido Serguéi Efrón, que murió en la cárcel tras meses de torturas. A regañadientes, antes de la detención de su marido y su hija, Marina con su hijo Mur los siguió, pero los servicios secretos soviéticos la persiguieron hasta llevarla al suicidio en 1942. El joven Mur fue obligado a participar en la Segunda Guerra Mundial, donde murió. Decenas de miles de rusos, los que tuvieron que salir durante los tiempos de la Revolución Rusa y que volvieron del exilio occidental tras la guerra, fueron enviados directamente al Gulag, donde perecieron en masa.
Al igual que Stalin, Putin tampoco se fía de los que regresan de Occidente a Rusia. En sus castigos, los servicios secretos rusos juegan con las fechas usándolas como símbolos. A la periodista Anna Politkóvskaia, que nació en Nueva York y tenía pasaporte estadounidense, la asesinaron el día del cumpleaños de Putin, el 7 de octubre (de 2006). El disidente Alexéi Navalni fue envenenado (el primer intento de deshacerse de él) el 21 de agosto (de 2020), cuando se cumplían 52 años de la ocupación de Checoslovaquia por las tropas soviéticas, y 80 del día en que, en Ciudad de México, por orden de Stalin, Ramón Mercader partía la cabeza con un piolet a León Trotski. Boris Nemtsov, político y opositor de Putin, que intentó occidentalizar la política rusa y llegó a tratar a Bill Clinton y otros políticos, fue asesinado a tiros el 27 de febrero (de 2015), fecha en que la antes mencionada Krúpskaia fue envenenada por Stalin. En su sangriento trabajo, el FSB de Putin busca coincidencias emblemáticas y regalos de cumpleaños.
Alexéi Navalni, envenenado la primera vez con novichok, viajó a Alemania para curarse. Allí tomó la decisión de que, una vez recuperado, volvería a Rusia. A su regreso fue detenido y condenado a una colonia penitenciaria. Allí murió el 16 de febrero asesinado por el régimen. Tanto Navalni como Putin habían hecho sus apuestas más altas.
Todos esos personajes asesinados tenían algo en común: vivieron en el extranjero, donde se empaparon de los valores democráticos que intentaron introducir en Rusia.
Hay otros disidentes que en la actualidad están entre rejas en Rusia. El más conocido de todos ellos es Vladímir Kara-Murza, discípulo de Boris Nemtsov y vicedirector de Open Russia, una ONG fundada por el también disidente, además de empresario, Mijaíl Jodorkovski. Y dicho sea de paso, Jodorkovski, encarcelado durante 10 años por Putin en Siberia y ahora residente en Londres, siempre tiene a sus guardaespaldas cerca. Jodorkovski y Gari Kaspárov, el maestro de ajedrez que dejó su deporte para dedicarse a la disidencia, decidieron luchar contra el régimen de Putin desde el extranjero, aunque saben que los dedos de Putin llegan a todas partes: recordemos el envenenamiento de Alexander Litvinenko, que murió en su exilio de Londres.
Pero volvamos a Kara-Murza, el más prominente prisionero político de Putin tras el asesinato de Navalni. Este descendiente de la aristocracia tártara estudió historia en el Trinity Hall de Cambridge, trabajó como corresponsal de la BBC en Washington, además de establecer en Estados Unidos la ley Magnitsky, que castiga a los que infringen los derechos humanos. En dos ocasiones el régimen de Putin ha intentado deshacerse de este disidente de 42 años, productor, además, de un largo documental sobre el movimiento disidente soviético. Kara-Murza, que optó por el enfrentamiento directo con Putin, el año pasado fue sentenciado a 25 años de cárcel “en régimen especial”, o sea a una celda de tres por cuatro metros, húmeda, fría y oscura, por el mismo régimen en que malvivió Navalni hasta su muerte.
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