La cuadrilla de Koldo
La corrupción sistémica española que alimentó los episodios de Galdós sigue ahí, como un virus latente que aparece en cuanto encuentra una flaqueza en el sistema inmunológico
Recuerdo el brevísimo paso por el Ministerio de Cultura del escritor Máximo Huerta. Conviene echar la vista atrás hoy por varias razones: primero, porque el entonces recién estrenado Gobierno, buscando distinguirse de un Partido Popular con graves causas de corrupción pendientes, trazó una línea moral tan severa, advirtiendo que no permitiría que alguien que hubiera tenido problemas con Hacienda formara parte del Ejecutivo, que puso en bandeja de plata la cabeza de un hombre que provenía del mundo de la cultura. Daba igual que las deudas estuvieran saldadas y que ya no cotizara a través de esas sociedades con las que, en los noventa, avispados asesores fiscales llevaron a tantos artistas a la ruina: muchos de los que ustedes aplauden y admiran se vieron sometidos a multas brutales que esquilmaron sus cuentas. El pueblo justiciero, como suele, aplaudió el castigo y Huerta se convirtió en el símbolo de la exigencia de estricta pureza en el expediente. Cruel error a nivel humano y cruel a nivel político; hipócrita, porque esa supuesta pureza se la saltan a la torera no pocas de sus señorías que operan con mucha más habilidad que el incauto que llega de nuevas. Aquella fue la muestra de que la política es un hábitat hostil al que solo deberían entrar los que se curten en las juventudes de partido, los que han sido educados para dar y recibir, los que se protegen con un caparazón de tal grosor que pueden soportar los golpes sin romperse. Los políticos no son santos y, sin embargo, aquel fue un momento de insólita santidad.
Con la corrupción puede ocurrir algo parecido. Erradicarla debería ser el objetivo no ya de un partido sino del Parlamento, pero si la lucha contra ella encabeza un programa político puede conducir a un callejón sin salida en cuanto se descubre que las grietas asoman por todas partes. Los días oscuros de la pandemia fueron tan duros que aún no acertamos a calibrar las consecuencias psicológicas que habitan en cada uno de nosotros, a pesar de que el olvido se emplea a fondo en su labor sanadora. Pero otra cosa es eludir la responsabilidad política de lo que se hizo, donde no cabe el olvido, y es obligado el rastreo de la verdad, algo imposible cuando se deja en manos de laxas comisiones de investigación. Vamos viendo que hubo aquí y hubo allá sinvergüenzas que se aprovecharon de la situación para hacer caja con la desgracia y que, mientras España se pobló de héroes y heroínas civiles que asistieron a los enfermos y a los necesitados, también alentó la consabida codicia de esos personajillos que gracias a la amistad, al simple peloteo o a los lazos familiares se las arreglan para hacerse un capital. La corrupción sistémica española que alimentó los episodios de Galdós sigue ahí, como un virus latente que aparece en cuanto encuentra una flaqueza en el sistema inmunológico. Que el enriquecimiento de Koldo y su cuadrilla sirva ahora para que populares y socialistas se señalen las vergüenzas es un espectáculo que nos deberían ahorrar. Es evidente que aquí algo no funciona: una falta de controles que favorece el amiguismo, el trapicheo y la vista gorda, unida a la ceguera del poder sostenido en el tiempo y a la falta de cuidado en las amistades, algo que condujo a la digna renuncia del portugués António Costa y que, sin embargo, no ha doblegado la voluntad de un empecinado Ábalos, que no calibra el patetismo de su presencia en el congreso de los diputados.
La corrupción está tan ligada a nuestras costumbres que solo la sabemos detectar cuando trae como consecuencia un burdo enriquecimiento como el que se produjo a cuenta del material sanitario, pero está fuertemente imbricada en la cultura española: trapicheos, devolución de favores, enjuagues, premios y castigos; un insano ejercicio del poder que debería abordarse con una voluntad común. Pero no será así, este sainete acaba de comenzar.
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