Guatemala: grandes esperanzas
El primer reto que debe enfrentar el nuevo Gobierno de Bernardo Arévalo, que toma posesión este domingo, es que las instituciones del Estado destinadas a perseguir la corrupción dejen de ser parte de la corrupción misma
El fiscal especial contra la impunidad, Rafael Curruchiche Cucul, originario del Petén, una de las zonas más pobres y olvidadas de Guatemala, es cachiquel. Una rareza en un país donde los indígenas no suelen acceder a los cargos públicos descollantes. Se supone que su función es perseguir los delitos vinculados a “cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, estructuras criminales o personas individuales”, sean funcionarios públicos o particulares.
Pero desde que asumió el cargo en 2021, nombrado por la fiscal general Consuelo Porras, su cómplice y mentora, Curruchiche se ha convertido en todo lo contrario de lo que dicta su mandato; actúa más bien como fiel protector de quienes se amparan en “el pacto de corruptos” y gasta su celo en perseguir a quienes defienden el Estado de Derecho, empezando por su antecesor, Juan Francisco Sandoval, que investigaba por corrupción al presidente Alejandro Giammattei, obligado al exilio; y logró meter en la cárcel, bajo falsos cargos, al director de El Periódico, José Rubén Zamora.
Pertinaz, faltando pocos días para la toma de posesión de Bernardo Arévalo, apeló ante la Corte Constitucional buscando impedir que asuma la presidencia, un intento final de consumar el golpe de Estado institucional en el que no ha cejado por meses, retorciendo a su voluntad las leyes y abusando de su competencia.
La antropóloga de descendencia quiché, Irma Alicia Velásquez Nimatuj, profesora de la Universidad de Stanford, opina que Curruchiche “ha internalizado el racismo del sistema opresor, odiándose él mismo, despreciando sus orígenes”; y abusa de su poder porque teme que “el pacto de corruptos lo deseche cuando ya no les sirva” y “volverá a ser nuevamente sujeto de la brutalidad del racismo y el clasismo de Guatemala, que deshumaniza a quienes ven como inferiores”. Quedará entonces en la oscura tierra de nadie, despreciado por los suyos, y una vez que ya no es útil, despreciado también por los otros.
De entre los retos que el nuevo Gobierno de Bernardo Arévalo debe enfrentar, este será, sin duda, el primero de todos: que las instituciones del Estado destinadas a perseguir la corrupción, como la Fiscalía, dejen de ser parte de la corrupción misma. Quitarle, así, dientes y garras al pacto de corruptos, que quienes lo eligieron perciben como uno de los peores males de un país sometido por décadas a la deriva autoritaria, y a la violencia contra los derechos humanos. Establecer la transparencia, cerrar las puertas a la utilización del Estado como botín, y del poder como un medio de enriquecimiento ilícito.
El gran desafío para Arévalo será lograrlo dentro de los límites que le impone la democracia misma, en el marco de la Constitución Política. Tiene la autoridad moral para pedir la renuncia de la fiscal Consuelo Porras, cabeza de la conspiración para proteger a los corruptos e impedirle a él mismo asumir la presidencia, pero no tiene la autoridad legal para destituirla, salvo si media una condena judicial por comisión de un delito. Y la fiscal se halla a la mitad de su segundo periodo de cuatro años, que no termina sino en mayo de 2026; es hasta entonces que podrá nombrar un sustituto, de una lista que debe presentarle una Comisión de Postulación.
Como presidente constitucional, Arévalo debe actuar de acuerdo a las reglas jurídicas, y no puede someter la voluntad de las instituciones del Estado que funcionan dentro del sistema de separación de poderes. Dada la experiencia vivida en todos estos meses agónicos, desde su elección en segunda vuelta el 20 de agosto del año pasado, sabe que la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad, si bien terminaron allanándole el camino frente a los recursos arbitrarios interpuestos por la Fiscalía, se mostraron duales y vacilantes en sus actuaciones; y ahora tendrá que seguir lidiando con las veleidades de los magistrados de ambos tribunales, en la lucha por defender su presidencia de las agresiones que sin duda continuarán, en busca de minarla.
Tiene frente a sí, entonces, no sólo los límites constitucionales de su poder presidencial, sino los que le imponen las circunstancias políticas en que asume el cargo, como cabeza de un partido nuevo y pequeño, Semilla, sin estructuras territoriales sólidas, y apenas cinco diputados en una Asamblea Nacional de 160 miembros, dominada por los partidos tradicionales; y los diputados que controlan la mayoría, han estado metidos en la trama conspirativa que trató de impedirle asumir la presidencia. Pero la paradoja es que con esas fuerzas deberá buscar necesariamente entendimientos, y negociar acuerdos para lograr gobernabilidad y sacar adelante las leyes que demanda su programa de gobierno.
Deberá lograrlo sin hacer concesiones que paralicen su propia libertad de acción, y que contradigan sus enunciados políticos de transparencia, descabezamiento de la corrupción, avance social y afirmación democrática. Y sin enajenar, por la otra parte, la voluntad de quienes lo votaron poniendo en el cambio prometido sus grandes esperanzas; mantener el respaldo de las fuerzas sociales que salieron a la calle a defender los resultados electorales legítimos contra los intentos de golpe, a la cabeza los cantones indígenas, que tienen sus propias expectativas, y su propia agenda de demandas seculares, desde los tiempos de la colonia.
Un diálogo diverso y constante, con los legisladores, los pueblos indígenas, los gremios patronales de la empresa privada, los sindicatos, las corporaciones profesionales, las comunidades de barrio, los municipios. El mayor de los peligros está en el aislamiento, y en el silencio y alejamiento burocrático. Y la relación crucial con las fuerzas armadas, sobre las que ha escrito un libro, Estado violento, ejército político.
Hay una tendencia natural a comparar a Bernardo Arévalo con su padre, Juan José Arévalo, electo en 1944 con el 85% de los votos, fruto de una revolución democrática, que contó con una amplia mayoría parlamentaria, y fue respaldado por los sindicatos obreros, lo que le permitió aprobar lo que entonces fue un hito en Guatemala, el Código del Trabajo. Tenía, además, en la jefatura del ejército al coronel Jacobo Árbenz, electo luego para sucederle en la presidencia, y con cuyo concurso pudo sofocar constantes rebeliones y asonadas militares.
Las circunstancias que median entre ambos, ocho décadas después, son muy diferentes, mucho más propicias las que rodearon al padre; pero el dominador común es la ambición por la modernidad democrática que, desde siempre, las fuerzas más oscuras, y tan feudales, han negado a Guatemala. Arévalo, el padre, enunciaba un “socialismo espiritual”, que el hijo expone como democracia social.
En los cuatro años del periodo que ahora empieza, sin posibilidad de reelección, no puede exigirse a este Arévalo de hoy transformar la estructura social y económica de un país con alto índices de pobreza, secularmente sometido a estructuras injustas, y discriminatorias en contra de la mayoritaria población indígena, aherrojado por la corrupción, amenazado por la presencia del crimen organizado y con una frontera crítica con México, que bulle de narcotraficantes y de emigrantes ilegales en camino hacia Estados Unidos.
Pero con sentido común, voluntad de conciliación, y manteniéndose, sobre todo, fiel a sus principios éticos, decidido a frenar la corrupción, podrá demostrar que la democracia es posible, si es capaz de defenderla cada día. Predicar con el ejemplo, y cumplir con la palabra propia, parece una tarea simple, pero en Guatemala será una proeza.
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