Los indígenas que impiden el entierro de la democracia en Guatemala
Para el futuro Gobierno de Arévalo, si los pueblos indígenas no ocupaban un lugar central en su programa, es claro que sin ellos y sus líderes la gobernanza es impensable
En octubre de 2023 ha ocurrido el ascenso político de los pueblos indígenas conducidos por sus autoridades ancestrales. A diario desplegaron en todos los territorios -incluida la Ciudad de Guatemala- masivas expresiones de protesta pacífica ante la pretensión decidida del Pacto de Corruptos de escamotear los resultados electorales usando la fiscalía general y las cortes judiciales.
La defensa de la democracia es la bandera que reúne a estos pueblos históricamente excluidos. Sin las movilizaciones, que han continuado en los primeros días de noviembre, la frágil democracia estaría enterrada en este país centroamericano. El presidente electo, Bernardo Arévalo, y su joven partido, Movimiento Semilla, habrían sido presa fácil de la perversa alianza de políticos corruptos, élites burocráticas, oligarcas rapaces y violentas redes del crimen organizado.
Las autoridades ancestrales constituyen formas de organización preestatales que han sobrevivido a estrategias de exterminio, como las matanzas desde el siglo XVI y los actos de genocidio de la década de 1980, que comenzaron a ser juzgados en los tribunales guatemaltecos hace apenas diez años; otras tácticas han sido sutiles, como las constantes operaciones de cooptación y clientelismo, división interna e invisibilización. Son más de 20.000 portadores de la vara de autoridad —uno de cada tres es mujer—, formados desde niños y que siendo adultos son designados por consenso comunitario para prestar servicios temporales, sustentados bajo otra lógica de remuneración familiar. No constituyen mundos cerrados ni anclados en el pasado. Las migraciones forzadas de las últimas décadas han polinizado sus culturas, forjando las generaciones más cosmopolitas. Aprendiendo de sus formas de convivencia, no es difícil concluir que no habría idea más antidemocrática que pensar en un único modelo de democracia.
A los ojos de la sociedad no indígena de Guatemala —y del mundo—, en este octubre adquirió cuerpo múltiple y voz diversa un sujeto político tan antiguo y enigmático como sus cerros y montañas, envestido de una legitimidad concluyente por sus métodos pacíficos y su reclamo incontestable de respeto de las libertades civiles, a pesar de que no fueron invitados a escribir esas leyes. Los altos funcionarios políticos y judiciales siempre renuentes a recibirlos y escucharlos, no salen de su azoro. Los más influyentes empresarios han aceptado sentarse a la mesa con ellos —con la facilitación internacional— y después de semanas siguen descifrando sus argumentos, a pesar de que fueron expresados en castellano con una lógica tan básica como aplastante.
Para el futuro Gobierno de Arévalo, si los pueblos indígenas no ocupaban un lugar central en su programa, es claro que sin ellos y sus líderes la gobernanza es impensable. De hecho, ya conformó una mesa que produjo un acuerdo base de defensa de la democracia en el que por primera vez en la historia figuran en un mismo texto los emblemas de las cámaras patronales moderadas, de alcaldías indígenas y del nuevo presidente.
Pero las fuerzas oscurantistas no están derrotadas. Siguen controlando las manijas de los tres poderes del Estado y están nutridas desde las sombras por incontables caletas de dinero producto de la corrupción, actividades del crimen organizado y privilegios económicos, que se traducen en capacidad de soborno, desinformación y contratación de unidades de choque, como se vio durante los bloqueos, en particular en las rutas de trasiego de drogas. Se agazapan y en cada oportunidad que encuentran lanzan el zarpazo. El pasado jueves 2, suspendieron provisionalmente la personería del partido Semilla. Días antes, en el Congreso dictaminaron un presupuesto público para 2024, el cual deberá ser aprobado antes de que concluya noviembre, que constituye un auténtico regalo envenenado para Arévalo y su futuro gabinete. El propósito es paralizar la inversión en los servicios esenciales desde el primer año para azuzar el descontento social.
Estados Unidos ha multiplicado las advertencias y sanciones individuales. Ha revocado visas de funcionarios y empresarios, y de sus familias. La mayoría de los nombres no se publican. Ellos se enteran cuando, como le acaba de ocurrir a la presidenta del Congreso, les impiden el ingreso a Estados Unidos, o cuando sus familiares reciben un correo para que abandonen el país. Así, presionados por los pueblos originarios y la comunidad internacional, parecen una bestia acorralada.
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