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Columna
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Convergència va a resucitar

Con un discurso que incluye el modelo de financiación, 1714 o el pánico inmigratorio, el partido de Puigdemont está borrando el pasado para regresar al futuro

Reunión de la cúpula de CDC el 10 de enero de 2016, cuando se invistió a Puigdemont como 'president'.
Reunión de la cúpula de CDC el 10 de enero de 2016, cuando se invistió a Puigdemont como 'president'.Cristóbal Castro
Jordi Amat

El advenimiento se produjo tras la celebración de las elecciones generales. Hacía años que muchos lo esperaban: la resurrección del espíritu de Convergència para que el pasado vuelva a ser futuro. Ese partido constitutivo del Estado del 78, que se implicó en su fundación al coparticipar en la elaboración de la Constitución y en los Pactos de La Moncloa, podrido por la corrupción, se hizo su particular harakiri el 27 de octubre de 2015. El ritual sacrificial se ejecutó en el lugar sagrado de un partido surgido para mandar desde allí: la sala Tàpies del Palau de la Generalitat, donde se reúne el Govern. Aquella mañana los consellers empezaron a recibir mensajes en sus móviles porque su partido había registrado una resolución en el Parlament que subvertía el orden y explicitaba su disposición a desobedecer al Tribunal Constitucional. La mayoría no podía creer lo que estaba ocurriendo, pero Artur Mas estaba dispuesto a cruzar esa línea roja para conservar la presidencia de la Generalitat. El control del poder autonómico era lo que estaba en juego durante esas semanas. Pero ni eso fue suficiente. La CUP acabó por vetarlo y en el último momento, ante el pánico de la repetición electoral, los asesores áulicos de Mas señalaron como delfín a Carles Puigdemont, que aceleró la vía unilateral desde la presidencia hasta provocar el colapso del autogobierno.

Desde entonces, sectores influyentes intentaron impulsar alternativas para ocupar el espacio abandonado por el nacionalismo que tradicionalmente había sido moderado y en ese período se había metamorfoseado en antisistema. Todos esos intentos bienintencionados fracasaron a lo largo de la pesada resaca del procés. La hipótesis de que existía una bolsa de 300.000 votantes de orden esperando un partido que defendiera los postulados convergentes resultó ser una falacia. Si alguien podía y debía actuar como héroe de la retirada, esperada por sus simpatizantes y cada vez más por sus cargos, eran las élites identificables con aquel partido central que al modificar su rumbo provocó el naufragio de la política catalana (para decirlo con la crónica clásica de Lola García). El actual giro autonomista, que no puede notarse ni defenderse abiertamente, no podía realizarlo tampoco el star system independentista que a finales de 2017 colonizó la lista encabezada por un Puigdemont que prometía volver a Cataluña si ganaba las elecciones. Esa tropa ha sido desactivada o está siendo marginalizada. La mayoría ha desaparecido de la primera línea o, a pesar de los cargos orgánicos o institucionales, no tiene influencia alguna. Que los tiempos estaban cambiando lo demostró la exitosa candidatura del moderado Xavier Trias para la alcaldía de Barcelona. Luego, cuando tras las elecciones generales hubo la posibilidad de negociar, el espíritu convergente fue nuevamente invocado. Puigdemont y su núcleo de confianza atendieron las llamadas.

Porque no hubo una sola única llamada. Este verano, el secretario general de Junts normalizó la comunicación con el PP, con el PNV y con el PSOE. A la hora de negociar la investidura de Pedro Sánchez, logró incluso que en la fotografía del pacto ni se esperase a Salvador Illa. Esta es la principal virtud convergente. Aunque el 23 de julio solo les votó el 11,16% de los catalanes que fueron a las urnas, nadie deslegitima el lugar que se otorgan: presentarse como el partido de la nación. Desde esa posición y con ese discurso, que incluye el modelo de financiación, 1714 o el pánico inmigratorio, el partido de Puigdemont está borrando el pasado para regresar al futuro. Lo hace virando ambiguamente su retórica. Así, su acción en las negociaciones entra en el marco constitucional, mientras su portavoz en el Congreso utiliza un discurso confrontativo que excita el macizo de la raza y a la cúpula judicial, y las élites económicas locales vuelven a apostar por el partido concebido para defender sus intereses. Ni es necesario que asuman responsabilidad alguna en lo ocurrido durante la década perdida. El mejor resumen de estos años lo escribió Puigdemont al conocerse el desastre del informe PISA. “Demasiados años mal enfocados, y una política poco competente y acomplejada. La alarma se ha encendido”.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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