Terapia de pareja para Sánchez y Feijóo
Si ante un acuerdo como la renovación del CGPJ, que —recordemos— es obligado por la Constitución, nos encontramos con tantas resistencias, ¿qué expectativas podemos tener de que se produzca cualquier otro?
Tan bajas eran nuestras expectativas sobre el encuentro entre Sánchez y Feijóo, que hasta nos satisfizo el acuerdo de mínimos al que aparentemente llegaron. Parece haber vía libre para cambiar el término de “disminuidos” del artículo 49 de la Constitución y hay un conato de entendimiento sobre la renovación del CGPJ. Si nos fijamos, sin embargo, es para hacérselo ver. Menuda hazaña, cambiar una palabra de nuestra pétrea Constitución o cumplir con un mandato allí establecido para la renovación de órganos ¡después de más de cinco años! Lo peor es que el mero hecho de que nuestros dos líderes se reúnan nos parece ya una proeza. Para quienes estamos tan sedientos de acuerdos entre los dos grandes partidos, estas dos gotitas casi nos saben a gloria.
Pero no deja de ser patológico. De entrada, porque muestra a las claras la doble vara de medir en el comportamiento de nuestros partidos en su relación con otras fuerzas. Cuando se trata de tocar poder, los acuerdos fluyen armónicamente, salvando incluso incompatibilidades casi apriorísticas, como las que separaban al PSOE y Junts, por ejemplo; en todas las demás circunstancias, en particular en las propias de la relación Gobierno/oposición, se erige un muro o se cava un foso para abortar todo contacto. La bondad o toxicidad del otro es directamente proporcional a las necesidades de gobernabilidad de cada cual. El criterio que debería guiarlas, el del bien común, pasa a un segundo plano. Una democracia segura de sí misma no tendría problema alguno por institucionalizar acuerdos de Estado puntuales entre sus grupos más representativos, máxime cuando nos hallamos en uno de los momentos políticos más delicados de las últimas décadas.
Lejos de esto, el problema, al parecer, no es ya solo que seamos incapaces de llegar a casi ningún acuerdo, sino que para lograrlos precisemos de algún instrumento protésico. Esta ha sido para mí la mayor sorpresa del encuentro entre nuestros líderes mencionados, el recurso a la Comisión Europea para que supervise la negociación dirigida a renovar el CGPJ, como si España fuera un país menor de edad que encima pide ser tutelado. Nuestras grandes fuerzas políticas se someterán, así, a algo similar a lo que hacen algunos matrimonios que acuden a terapia de pareja para que alguien medie en sus disputas. El recurso a un mediador internacional para resolver el presunto conflicto catalán ya fue suficientemente extravagante, pero al menos se entiende como la exigencia de una de las partes para hacer visible su supuesta situación de país “colonizado”. Lo alucinante es que la otra parte lo aceptara. Ahora estamos ante algo que considero peor por la deriva que supone en el devenir de nuestra democracia. Precisamente porque quienes lo proponen fueron los máximos protagonistas de nuestra Transición.
Que aquellos que fueran capaces de tamaña hazaña tengan que acudir ahora al terapeuta europeo para que empuje en una negociación que debería ser rutinaria y casi mecánica debería movernos a una profunda reflexión. Primero, porque sirve para confirmarnos que el muro es algo más que una metáfora. Si ante un acuerdo que —recordemos— es obligado por la Constitución, nos encontramos con tantas resistencias, ¿qué expectativas podemos tener de que se produzca cualquier otro?
Parece como si ambas fuerzas estuvieran sujetas a férreos incentivos para, como diría Bartleby, “preferir no hacerlo”. Unos, por presiones potenciales de su propia coalición parlamentaria; otros, por el temor a la reacción de sus medios amigos. Segundo, el propio objeto del acuerdo, el Poder Judicial. ¿Acaso no hay detrás de tanta tozudez una resistencia implícita a renunciar a poder controlarlo? Si esto es así, el problema es aún bastante más profundo.
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