Lo que Bárbara Rey nos muestra
La actriz representaba el paradigma de la mujer al servicio de los deseos masculinos más rijosos, que cuando los presenciamos hoy tan exactamente narrados en el cine del destape nos provocan sonrojo
Confieso que tan solo esperaba vaciar mi mente de realidad y entregarme a un entretenimiento de evasión sin culpa. Como se hojea una revista del corazón en la peluquería. De hecho, elegí la hora de la siesta, el momento ideal para cabecear los documentales. Pero, poco a poco, la historia de la chica espectacular de Totana que llegó a Madrid para ser artista en los primeros setenta se fue convirtiendo en el relato veraz de aquella España sórdida, y me atrapó. Los terribles dichos españoles suelen definir la naturaleza mezquina que a menudo adorna al ser humano, y ahí está aquel terrible de “la suerte de la fea, la guapa la desea” para mostrar que, en un país como aquel de entonces, una mujer poco agraciada podía ser motivo de burla, pero no era menor el peligro que corría una chica si la belleza la convertía en permanente objeto de deseo. No le fue difícil a la murciana María García, bautizada artísticamente como Bárbara Rey, llamar la atención en las discotecas de la Gran Vía en las que bailaba como gogó. La chica rubia, de larguísimas piernas y pechos pequeños, que se plantó ante las cámaras poniendo morritos y pronunciando cada sílaba como si temiera que se le escapara el deje murciano, parecía una extranjera en un universo cañí que se le fue poblando de moscardones convencidos de que tenían el derecho de catar aquel pastel.
Me sorprende escuchar voces que la definen como una adelantada a su tiempo. Es la manera actual que tenemos de dignificar a una mujer, adornarla con un barniz medio ideológico para excusar nuestro interés. Había, sin duda, en aquella época muchas jóvenes que rompieron barreras, desde la lucha sindical o la universitaria, por sus audaces decisiones vitales y por su afán de independencia, pero Bárbara Rey representaba el paradigma de la mujer al servicio de los deseos masculinos más rijosos, que cuando los presenciamos hoy tan exactamente narrados en el cine del destape nos provocan sonrojo. No hay manera de salvar de la pira del tiempo ni una de esas películas en las que una mujer espectacular e invariablemente cachonda se muere por ser poseída por tipos de aspecto ridículo y vulgares, que jamás ponen en duda su propio atractivo o sus dotes amatorias. Y ahí, en cualquiera de esos argumentos, estaba ella, recibiendo el cuerpo del español caliente cuyo matrimonio se pone a prueba por lagartas de ese cariz. No sé de qué manera esos estereotipos podían hacer progresar la libertad de las españolas; más bien perpetuaban el atraso con una supuesta apertura sexual que solo beneficiaba a los varones. Fue entonces cuando llegó el rey Juan Carlos a este cuento y, desde la impunidad que le otorgaba su posición, persiguió su capricho y consiguió a la presa: ¿Quién iba a negarle algo a la máxima autoridad del Estado? Por otro lado, también hay que contar con el morbo, tan cercano siempre al deseo, que animó a la de Totana a ser la amante de un monarca, aunque este la invitara a las casonas cutres de Franco, a yacer en camas de mierda (así las define) y, para rematar la faena, sin recompensarla con los regalos o el soporte económico que siempre acompañaba a estas relaciones secretas y desiguales.
Del egoísmo del todopoderoso amante pasó al maltrato del domador de circo, el único que le pidió matrimonio, cuya brutalidad fue aireada con no poca sorna en los programas en que dejaban que ese individuo se desahogara. Al fin y al cabo, ¿no estábamos en el país en que toda mujer bella es, en el fondo, una puta? Como ocurre con muchos documentales, hay demasiadas opiniones y poco rigor en ciertos aspectos: al final no llegamos a saber quién chantajeaba a quién con el material comprometedor entre el Rey y su amante. Todo es cutre, abusivo, ni un atisbo de belleza. Ella nos provoca la compasión hacia las mujeres que en aquella época eran llamadas fulanas. Encima.
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