El azar
A la libertad se la asocia en los libros con los sistemas políticos, que la promueven o la coartan; con los sistemas económicos y con la vida en general. Pero lo cierto es que nunca decidimos nosotros del todo
Por muchos años, y aun ahora, la idea de la libertad provocó interminables debates entre filósofos acerca de si podemos ser libres del todo o estaremos siempre sujetos a las más variadas servidumbres. Para empezar, las que son propias de la condición humana. Luego llegaron otras discusiones, interesadas y de vuelo corto, que trataron de pervertir el término, aunque a algunas palabras les pasa que nunca perderán del todo el alcance de lo que significan. Ocurre con la libertad, que quizá se deje a ratos malear entre eslóganes fugaces pero que, al cabo, recobrará su forma original en la que nadie comprenderá del todo el trasfondo de su sentido. Con ella, por la que se han batido generaciones enteras en nombre de un ideal, arrastramos el dilema de si existe de verdad o si cualquiera, hasta el más poderoso, tiene limitado su poder. O sea, su capacidad de decisión.
A la libertad se la asocia en los libros con los sistemas políticos, que la promueven o la coartan; con los sistemas económicos y sociales y, en fin, con la vida en general. Pero lo cierto es que nunca decidimos nosotros del todo: que hasta los que más deciden no pueden decidirlo todo. Lo cierto es que la libertad guarda con el azar una relación estrecha que se menciona poco, que determina si nacemos en un lugar o en otro, si la ciudad que habitamos está entre las que recibe un ataque terrorista o un bombardeo o una invasión o una catástrofe de otra ralea.
La verdad más sencilla es la más obvia: que somos aquello que hemos decidido y a lo que hemos renunciado, pero no solo. Somos el resultado de aquello que quisimos ser y por lo que nos obstinamos, pero no solo. Somos también, y de manera irremediable, el fruto de una suerte que nadie resuelve y que nos ha puesto en esta parte del mundo, en la que podemos escoger lo que miramos y lo que dejamos de mirar. Otros carecen de esa libertad, porque eso que nosotros ignoramos es su mundo. Donde crecieron y de donde no pueden salir. Hay solo una diferencia fundamental entre nuestros hijos y los hijos que ahora mismo, a no tantos kilómetros, entierran a sus hermanos y a sus padres cubiertos de frío y de espanto: el lugar donde nacieron.
En torno a la libertad perviven encendidos debates teóricos que tienen que ver con las pocas manos que controlan el mundo y que manejan el mercado de los datos, que predicen nuestros impulsos e incluso los suplantan con la inteligencia artificial. De la libertad se habla cuando se documenta cómo mueren las democracias ante la emergencia de un poder tan nuevo que George Orwell ya lo describió hace décadas en sus novelas. En cambio, se habla apenas de las vueltas inesperadas de la historia y del azar, del que tantas veces depende que seamos los protagonistas o los espectadores de un telediario. Esa fragilidad tan caprichosa y tan ajena a nuestras manos, que nos da la dimensión exacta de lo que somos, determinará nuestra fortuna o nuestra desgracia, por muy sólida que sea la escala de valores en que creamos vivir.
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