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Columna
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Irazoki, un hombre íntegro, un poeta extraordinario

El escritor nada reclama para sí, nada espera de nosotros y menos el aplauso que tanto merece

La fotografía es del año 2009, de su página web. La autora de la foto es su esposa, le escribimos y nos comentó que podíamos usarlas sin problemas.
El escritor Francisco Javier Irazoki.Barbara Loyer

Escribió: “Lo mejor de mi cara es la lechuza.” Y también: “Cada hombre cuida un desierto.” Con buen criterio, la editorial Hiperión ha publicado la poesía completa de Francisco Javier Irazoki. He aquí uno de esos hechos relevantes de la cultura española de los que pocos se enteran, empezando por aquellos que cobran por administrar lo que someramente conocen. La voluntad firme de no repetirse anula la prosecución de una obra de altísima calidad humana y literaria. Irazoki nos deja algo menos de 500 páginas de antídoto contra el ruido incesante que nos circunda. El poeta nada reclama para sí, nada espera de nosotros y menos el aplauso que tanto merece. A sus 69 años, considera que ya ha dicho lo que tenía que decir. Conociendo su lealtad con la palabra dada, veo imposible quebrarle la decisión.

El poeta ha llamado a su libro Los descalzos en honor de su madre, una campesina humilde que hasta los 15 años no estrenó sus primeros zapatos. Criado en un paisaje de bondad, Irazoki es un maestro del abrazo. Yo no he conocido un ser humano capaz de generar con un solo movimiento corporal una descarga semejante de afecto. De igual modo, se percibe en su literatura, ya sea en prosa o en verso, esa particular vibración humana sin la cual el arte es un estuche acaso bien confeccionado, pero vacío. Él se resiste a entender la poesía como una sustancia privativa de expertos, encerrada en una cárcel de palabras. La concibe como una manera de consumar el hombre moral cuya máxima primera, en su caso al menos, consiste en procurar felicidad a los demás; a lo que cabe añadir el gusto por las cosas bien hechas, el juicio crítico de cualquier forma de crueldad, la aceptación tranquila de nuestra condición pasajera, el ejercicio diario del altruismo, el amor a la naturaleza y, en fin, la gratitud porque la vida exista, aunque no sea para siempre, aunque a veces duela.

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