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Los peores auspicios del cambio climático ya transforman los territorios de México

Catástrofes como el huracán ‘Otis’, el sargazo en las playas caribeñas o sequías sin precedentes son algunas de las consecuencias de la crisis ambiental que está alterando los ecosistemas del país

Un hombre recoge los escombros de su casa destruída por el huracán 'Otis', en el pueblo de Pie de la Cuesta, en Guerrero, el 1 de noviembre de 2023.
Ramón Loya Morales junto a los escombros de su casa destruída por el huracán ‘Otis’ en Pie de la Cuesta, Guerrero.Gladys Serrano

El cambio climático está transformando los paisajes de México. Los suelos de las tierras áridas del norte del país se agrietan, lagunas milenarias se secan, cuencas como el sistema Cutzamala alcanzaron en los últimos días mínimos históricos de almacenamiento mientras inundaciones sumergen comunidades enteras bajo el agua en el sureste del país. Las playas caribeñas, colapsadas en los últimos veranos por una marea parda de algas, pierden su esencia cristalina.

México se ha convertido en uno de los principales escenarios del mundo donde los efectos del clima empiezan a colapsar su diversa red de ecosistemas, alterando sus relieves naturales y afectando a las poblaciones que los habitan. El último pulso de la naturaleza contra el hombre se ha ensañado con la costa guerrerense, donde las desoladoras imágenes que deja la catástrofe de Acapulco son interpretadas por muchos como una venganza de los tantos daños infringidos al medio ambiente, algunos ya irreversibles.

La intensificación que adquirió en pocas horas el huracán Otis, batiendo todos los récords en la velocidad y ferocidad responde a un evento insólito. Lo más habitual es que los ciclones se debiliten antes de llegar al continente, calmando su temperamento como si perdieran combustible, hasta colapsar cuando tocan las costas. Contra las predicciones de los modelos de simulación, Otis desafió a los cálculos matemáticos. La naturaleza resultó más poderosa que el ingenio humano, sorprendiendo a todos.

La fuerza insospechada del ciclón también causó perplejidad en la propia comunidad científica. Pero, estudios observacionales llevan tiempo advirtiendo de estos posibles efectos. El potencial destructor del último huracán que golpeó a México “es una lección tardía de muchas advertencias tempranas, de las fatales consecuencias del calentamiento global derivada de la actividad antropogénica”, asegura Gian Carlo Delgado, experto en Ciudades, Gestión, Territorio y Ambiente de la UNAM y miembro de la la Red Mexicana de Científicos por el Clima (REDCiC). “Hay trabajos que señalan cómo en la última década se han dado casi una decena de casos de aceleramiento explosivo de huracanes. Un fenómeno extraño que, por desgracia, es cada vez más patente”, asegura el investigador.

Las causas exactas de la drasticidad que están adquiriendo algunos eventos meteorológicos en los últimos años generan opiniones encontradas en el mundo académico, todavía queda mucho que investigar y aprender de la ciencia climática y los tantos factores entrelazados que la atraviesan. Pero, gran parte del consenso científico apunta a que la aceleración de las tormentas tiene su origen en la subida de los ambientes cálidos.

Son cada vez más los expertos que vinculan el aumento de los daños de las marejadas ciclónicas al calentamiento global, específicamente al fenómeno Niño, un evento asociado a cambios en la atmósfera y la fluctuación de la temperatura del Pacífico oriental y ecuatorial. Un cambio en la dinámica de las lluvias y las corrientes marítimas que también estaría detrás de los centenares de aves sin vida que aparecieron el pasado junio a lo largo de toda la costa pacífica de México. Las altas temperaturas habrían provocado que los bancos de peces migraran hacia aguas más frías para su propia supervivencia, dejando a las aves sin alimento hasta matarlas de inhalación. Como advierte Delgado, “el pasado septiembre fue el sexto mes consecutivo con temperaturas superficiales de los océanos por encima del promedio”. Y este año se registraron los días más calurosos en la Tierra, con sequías extremas e incendios a lo largo de todo el territorio.

Los patrones climáticos están desatados, causando eventos antagónicos extremos en las distintas regiones del país, con tierras que se resquebrajan como consecuencia de la peor crisis hídrica que enfrenta México al tiempo que algunas comarcas ya no soportan la intensidad de las lluvias. Las variabilidades de eventos tan bruscos no sólo están acabando con la biodiversidad mexicana sino dictando una condena para las poblaciones humanas, arrastradas a la inseguridad y pérdida de su lugar y cultura. Ni una semana después de que las ráfagas del último ciclón embistieran contra la población de Acapulco, la comunidad tabasqueña de El Bosque tuvo que ser evacuada de emergencia por lluvias torrenciales. La crecida del mar que se tragó un pueblo acabó provocando el desplazamiento forzado de todos sus habitantes.

El foco mediático sobre estos dramáticos eventos para la supervivencia humana es reciente, pero la constancia de las migraciones climáticas tiene ya medio siglo. Y México, tan susceptible a las catástrofes naturales como a la falta de planeación histórica, la urbanización desordenada, las condiciones de desigualdad e inseguridad, cuenta con numerosos registros de comunidades que tras sus devastadores efectos tuvieron que huir y dejarlo todo. En julio de 2010, el huracán Frank provocó 7.000 desplazados en los estados de Oaxaca y Tabasco, en el 2019 Wilma causó hasta 13.000. Un año antes, las inundaciones que colapsaron Sinaloa, Coahuila y Durango dejaron más de 3.000.

Las víctimas climáticas que tuvieron que volver a empezar una vida en otras regiones del país se cuentan ya en miles, y aún así son pocas de acuerdo con las dramáticas previsiones anunciadas. Según estima el Banco Mundial, casi cuatro millones de mexicanos y centroamericanos se verán obligados a dejar sus hogares por la subida del nivel del mar y la menor producción agrícola de los próximos años.

Los fenómenos meteorológicos extremos constituyen uno de las tantas fatalidades derivadas de los múltiples problemas ecológicos generados por la quema sin tregua de combustibles, la intensificación en la forma irresponsable en la que utilizamos los recursos, los sistemas de producción intensivos, la pérdida de biodiversidad de la mano de la de la destrucción de los hábitats y cambios de suelo…

Todas estas perturbaciones causadas a la naturaleza tienen un impacto en la salud de la humanidad. El cambio climático constituye ya una de sus máximas amenazas. La OMS estima que una de cada cuatro muertes pueden atribuirse a causas ambientales prevenibles: enfermedades crónicas, respiratorias y cardiovasculares que se están viendo cada vez más agravadas. En el 2022, un informe del organismo advirtió de los graves efectos que el calentamiento también tiene en la salud mental, aumentando la incidencia de trastornos psicológicos y originando nuevos síndromes, como la ecoansiedad o la solastalgia: el padecimiento de extrañar el entorno que todavía se habita pero que ya no se reconoce.

Los daños infringidos al medio ambiente también están derivando en que las infecciones ganen mayor capacidad de propagación. El cambio climático favorece el intercambio de microorganismos patógenos entre humanos y animales, con los cuales ya compartimos cerca de 300 enfermedades. El impacto de la actividad humana en las migraciones de fauna pueden resultar fatales al cambiar el patrón de distribución de zoonosis y su explosión. Lo que originó el concepto One Health, término introducido en el 2020 y cuyo enfoque procura dar respuesta al equilibrio y la optimización de manera sostenible de la salud de las personas, los animales y el medio ambiente. Esta nueva estrategia reconoce que la salud humana y la sanidad animal son interdependientes y están directamente vinculadas a los ecosistemas en los cuales coexisten. Las sociedades ya no podemos asumir el abordaje de la primera sin considerar las otras.

Junto al aumento de temperaturas, la invasión de hábitats de animales exóticos, la inducción de cambios en su distribución espacial, puede desencadenar el aumento de brotes de zoonosis y alterar su comportamiento, cambiar los rumbo geográficos y hacer surgir infecciones nuevas. Es como si al alterar los paisajes estuviéramos jugando al dominó. Cada pieza que toca el dedo humano, desplaza a la siguiente, hasta hacer tambalear toda la fila de fichas que conforman el equilibrio de nuestro planeta, como evidenció la pandemia por el coronavirus o la viruela símica.

En México, los mosquitos transmisores del dengue, uno de los problemas de salud pública más graves que enfrenta no sólo país sino la mayor parte de América Latina, están empezando a proliferar a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar, una altura que hasta hace muy poco no habían alcanzado. El cambio de temperaturas está derivando en la adaptación de los vectores a regiones jamás antes conquistadas: augurio del aumento del impacto del virus en la próxima década. Serán las poblaciones más vulnerables las más afectadas por esta enfermedad; son siempre las mismas poblaciones las que salen damnificadas.

“Es importante tener muy presente que los efectos de la crisis ambiental que enfrentamos no afecta igual a todos”, manifiesta el investigador de la REDCiC como un recordatorio fundamental: el cambio climático es también un acelerador de la desigualdad en el mundo. La falta de acceso a la educación, a la sanidad y a los recursos, una pobre planificación urbana para enfrentar el paso de un voraz ciclón —como la reciente observada en Acapulco—, o la dependencia directa de los recursos naturales para su supervivencia exponen a ciertos grupos como principales víctimas de desastres y enfermedades, calamidades cada vez más interconectadas. Según el Banco Mundial, casi el 40% de la pobreza relacionada con el clima se derivará de los efectos directos en la salud.

Hace sólo unos días, dirigentes de la OMS hacían un llamado de urgencia para reducir las emisiones como forma de frenar una guerra contra la naturaleza originada desde la industrialización. Para lograrlo, el mundo debe descarbonizar sus sistemas energéticos y reducir la producción de gases tóxicos como mínimo un 43% durante los próximos siete años. Una medida que, según Delgado, ni siquiera sería suficiente para paliar las consecuencias de las adversidades del sistema climático que los humanos hemos generado. “Más allá de reformar el modelo energético, necesitamos un cambio radical de paradigma, transformar la forma en que nos relacionamos con la naturaleza”, afirma el investigador.

El pasado agosto, un estudio de la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) publicado en la revista Nature responsabilizaba a la falta de valores y a la priorización de la visión mercantil de la naturaleza como origen del cambio climático. El trabajo, en el que participaron investigadores mexicanos de alto renombre, proponía la necesidad de redefinir los conceptos de desarrollo y bienestar desde una óptica distinta al crecimiento económico con el fin de alcanzar un futuro más justo y sostenible.

Para luchar contra las adversidad del cambio climático, Delgado considera como prioritario “encontrar un equilibrio óptimo que ofrezca la mejor calidad de vida para todos los seres humanos sin transgredir las barreras ecológicas planetarias”. Una fórmula que equilibre el bienestar de las poblaciones y la conservación de los paisajes nativos, los que en México día a día pierden su esplendor. En opinión del investigador, esta propuesta que hoy parece una utopía, “con voluntad política y mayor presión social podría dejar de serla”.

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