El pueblo mexicano que se tragó el mar
La comunidad de pescadores de El Bosque, en Tabasco, es una de las primeras en el país en sufrir los estragos del cambio climático. La nueva intensidad de los vientos y el aumento del nivel del mar ha acabado ya con 40 casas y la escuela. Sus habitantes, que duermen con el rugido del agua en sus paredes, piden ser reubicados
En una libreta escolar con las hojas encorvadas por la humedad están los nombres apuntados con lapicero. Ofelia, Alfredo, Beto, Eusebia, El Mocho, Alejandro, Celia, Pedro, Aurelia, Antonio Mayoral, Bertha, Miguel Cobos, maestra Yadira, Antonia Cardoza, Vicente, Margaro Cardoza, Estanislada Cardoza, Miguel Palacio, Maximina, Ana Bárbara, Pocho, Pedro El Loco, Tila, Viviana. “Los escribí mentalmente un día de tristeza para ver cuánto se nos había perdido ya”, dice Guadalupe Cobos, alta y recia, pegada al fogón con el que da de comer a los visitantes, “ya no me alcanzó la libreta, pero eso son casas, casas, ya no están, se fueron, se acabó, ya no existen”. Nadie lucha contra el mar y el mar se las tragó.
El Bosque es uno de los primeros pueblos de México en sufrir los estragos imparables del cambio climático. Sus habitantes solo habían oído hablar de eso en la tele y ahora se enfrentan a la creciente intensidad de lluvias y huracanes, que golpean más y más fuerte, al aumento de las temperaturas y al daño definitivo: la crecida del nivel del mar. Nadie lleva la cuenta exacta de los metros que el agua les ha robado, calculan que entre 200 y 500.
La situación ha empeorado tanto desde el 2019 que ni los vecinos, ni el Gobierno, ni los expertos creen que se pueda revertir. No quieren, pero aceptan que la reubicación es la única salida. “Es un desplazamiento forzado”, resume Juan Manuel Orozco, de Conexiones Climáticas, “que se va a seguir repitiendo en otros lugares del país, porque como dicen las mujeres de El Bosque: ellas pues pueden ser las primeras, pero no van a ser las últimas”.
Esta es una comunidad pequeña de pescadores, de un centenar de personas ahora, en la costa de Tabasco. Ubicada en la desembocadura del río Grijalva, es como un pulgar que sale de la tierra y se mete en el golfo de México para terminar rodeada de agua por todas partes. Se accede por una carretera angosta a la que las corrientes golpetean con fuerza, la cubren de ramas y desechos. Ya se llevaron los manglares que la protegían y ahora le arrancan pedazos. Ha sido reconstruida un par de veces, pero aquí nada resiste al embate incansable del agua.
Lo que se ve ahora no es lo que era, insisten al llegar a El Bosque mientras el mar ruge en la nuca. “La playa quedaba bien lejos, lejísimos, a nosotros nos llevaba nuestro tío Bartolo en su carreta”, dice Ana Bárbara Cardoza; “a mí me daba flojera ir”, apunta Viviana Velázquez, y las dos se ríen mientras el agua cubre ya las chanclas de sus pies. Como si fueran historiadores, los vecinos reconstruyen con fotos que lo que aquí había era una playa “enorme y muy bonita”, donde se podía correr y pescar. Hacia atrás había un “monte” de arbustos y matojos, que se veía desde las dunas de arena, después una cortina de pinos y ya al final, hasta el final, insisten, quedaban las casas.
¿Ahora? Viviana Velázquez señala al agua y lo explica todo: “Donde están esos palos era la casa de mi mamá”. Quedan a lo lejos construcciones desplomadas que se ven como islas de cemento, estructuras deformadas a golpe de salitre en la orilla, árboles volcados que dejan a la vista raíces gigantes, jardines cubiertos de arena, casas agrietadas, calles encharcadas, trincheras indefensas de neumáticos y botellas. Y queda el mar, inmune a la tragedia.
Para Lupe Cobos todo empezó con la megainundación de Villahermosa en 2007, cuando se desfogó tanta agua como para haber llenado el Estadio Azteca, de Ciudad de México, en solo 15 minutos, según comparó el Gobierno. Las imágenes satelitales muestran que de 2005 a 2010 el agua se comió casi un centenar de metros de playa de El Bosque. Pero el golpe final comenzó en 2019 cuando el mar entró ya a llevarse la primera fila de casas. Desde entonces le han seguido dos hileras más; mientras se escribe este reportaje se está quebrando la siguiente. En total son unas 40 viviendas, además de una calle completa, con sus árboles y alumbrado, un par de iglesias y el comedor de la escuela.
Han pasado dos años del 16 de noviembre del 2019 y desde entonces Celia Figarola solo ha pisado tres veces el suelo azulado de su antigua casa. La primera fue para sacar aprisa todas sus cosas, las otras dos para enseñársela a los periodistas. “Esto que ven ahora ya no es un hogar, pero sí lo era”, dice todavía serena. Aun doblegada, la estructura mantiene en pie algunos trozos de muro, una columna y los espacios de las ventanas.
Mientras doña Celia habla, las olas entran furiosas: “Antes de salirnos la marejada ya nos pegaba atrás en los cuartos, decíamos de abrir la ventana y en vez de aire entraba agua, como ahora, pero en la noche es todavía peor”. “Nosotros no habíamos sacado nada, porque no queríamos dejar la casa. Estábamos, ahora sí, aferrados a que no nos la iba a llevar el mar”, reconoce dentro de esta silueta de gigante vencido.
“Una vez que están en esta dinámica de pérdida de territorio, que se ha acelerado desde hace como tres años, lo más adecuado es no quedarse”, afirma la especialista en Diagnóstico Territorial Lilia Gama, que fue a la comunidad a explicar la problemática a sus vecinos y su vínculo con el cambio climático: “Hoy cada vez tenemos eventos más fuertes, de lluvias y vientos, y en estas zonas vulnerables, se puede llevar una parte importante de costa”.
La vivienda de Celia o la de Victoria Coto son los ejemplos que utilizan en el pueblo para ilustrar la gravedad del problema, porque eran “casas de material”, es decir, de cemento y concreto. La de Cobos era alargada y estaba “grandecita”, reconoce su dueña. Tenía tres cuartos, dos baños y una cocina. Estaba pintada de verde. “Estábamos viviendo ahí, pero abajo estaba la casa escarbada, el mar la escarbó y quedó al aire. Un día mi hijo se paró y vio que se derrumbaba un pedazo del cuarto de él, y ya vimos: la casa estaba hueca abajo, el mar entró para lado y lado, el mar así se metió y así la derrumbó”.
El día que se tuvo que marchar a Victoria el agua ya le había mojado las sábanas. En enero de 2021 se fue con dos de sus hijos y sus tres nietos. Desde entonces viven en la casa pastoral de la iglesia que sigue todavía en pie. Resisten con la ayuda del párroco y los vecinos.
Gama, investigadora en Dinámica Costera de la Universidad de Juárez Autónoma de Tabasco, explica que El Bosque está situado en una zona muy dinámica como son las desembocaduras de los ríos, cuya carga de sedimentos a veces da y a veces quita. Con la peculiaridad de que este pueblo sufre del otro lado el embiste del mar. Como resume Cristina Pacheco, vocera de la comunidad: “Estamos atrapados, ya no hay más para dónde ir”.
Tabasco es una de las zonas más vulnerables de México al cambio climático: un Estado tan plano que algunas localidades están incluso por debajo del nivel del mar; tan plano que hace que los grandes ríos que lo recorren, como el Usumacinta, uno de los más caudalosos del país, recorran más despacio los kilómetros, se retuerzan, se escurran, se desborden. Además, a la zona la golpean, por un lado, los eventos tropicales como los huracanes —aunque en menor medida que al Caribe o al Pacífico— y los llamados nortes, los frentes que vienen cargados de lluvias frías y fuertes vientos. A esos les rezan y les temen en El Bosque.
En el pueblo los cuentan por temporada, de noviembre a marzo. En la anterior hubo 52 y todos se acuerdan del número 28. “Era un norte como de 70 [kilómetros por hora], nosotros estábamos acomodando una casa que nos habían prestado para cuando tuviéramos que salirnos de la nuestra y vinieron mis hijos corriendo: ‘Mamá, ya está entrando el agua”. Tuvimos unos minutos para sacarlo todo”, relata Viviana Velázquez, rodeada ahora de la estufa, de los colchones, de la tele que salvaron y que, ahora, vuelve a estar rodeada de agua.
Ya ha llegado el décimo norte de la temporada. Faltan unos 40 y Francisco Balcázar no cree que su casita pueda aguantar. “Anoche, ya dormimos con la mar adentro”, dice tímido sentado sobre un colchón fino. Como les pasa a muchos, este joven de 26 años vive desvelado por el miedo a despertarse con la mar encima y como les pasa a muchos ya no tiene a dónde ir. En el pueblo no quedan casas que prestar ni tierra que ocupar. El secretario municipal de Frontera, Juan Sánchez, la cabecera de la que depende a El Bosque ha reconocido a EL PAÍS que la reubicación se ha vuelto una necesidad urgente, que ya no queda más tiempo. Al cierre de este reportaje todavía no ha sucedido. Con las redes, las lanchas y los jaiberos en la puerta, los vecinos se han resignado a esperar: que el Gobierno los reubique o que el agua se los lleve, lo que pase primero.
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