_
_
_
_
Las otras vidas
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Golpe a golpe de Estado

De la solidez de este Gobierno y la lealtad de sus precarios aliados nadie puede hacerse muchas esperanzas, pero quien vivió el franquismo se siente ofendido cuando oye llamar tranquilamente dictadura a este tiempo en que vivimos

Golpe a golpe de Estado. Antonio Muñoz Molina
FRAN PULIDO
Antonio Muñoz Molina

Desde el otro lado del río, nada más bajar del taxi, lo que estoy viendo es un edificio real y un recuerdo de hace 43 años. Llueve fuerte y hace mucho viento en la mañana de San Sebastián, y el paraguas que me han prestado en el hotel ofrece una protección insegura. Tengo apenas dos horas antes de salir hacia el aeropuerto, pero al llegar aquí ha desaparecido toda urgencia, igual que han desaparecido las voces del presente, las que durante todo el día de ayer y desde primera hora esta mañana me han asaltado con una intermitencia más agresiva que la de esta lluvia cantábrica. En la radio del taxi las voces repiten insultos broncos y chistes chabacanos, denuncian y vaticinan la dictadura inminente, el golpe de Estado, el derrumbe del país. He visto gesticulaciones demagógicas en las pantallas sin sonido del aeropuerto. He entrado en el taxi en San Sebastián, vislumbrando de golpe y desde arriba, en una curva de la carretera, la amplitud azulada y los colores atenuados de postal de la bahía de la Concha. Reconocía y nombraba los montes, Igueldo, Urgull, la mancha blanca del Club Náutico, las torres de Santa María sobre los tejados de la Parte Vieja. Y mientras la memoria me llevaba hacia los días de mi juventud en la ciudad, el tirón del pasado se malograba en parte por la intromisión de las voces del presente, las más templadas o sensatas perdiéndose en el griterío de la bronca.

Una parte de mí estaba en la San Sebastián de ahora, en su lujosa dulzura de vivir, en la intensidad peculiar de encontrarse uno de nuevo en una ciudad en la que fue muy joven y aprendió cosas decisivas; la otra seguía alerta al bajo continuo de la sesión de investidura, en el mareo y el exceso de las voces de los parlamentarios y los informadores y los comentaristas de las tertulias, los hooligans desbocados y los especialistas en añadir leña al fuego y en esparcir tanta gasolina como sea posible, a fin de acelerar la llegada del desastre que ellos mismos profetizan. En la plaza del Buen Pastor busco la esquina donde estuvo la pequeña librería donde compré en febrero de 1980 la edición de Alianza de El cine según Hitchcock, de Truffaut, que cabía tan cómodamente en los bolsillos espaciosos del uniforme de faena. En los soportales me acordé de aquellos activistas de ¡Basta Ya! que en ese mismo lugar se concentraban con minoritario heroísmo cada vez que había un asesinato terrorista. Pasé por el lugar donde estuvo la primera Lagun y junto a la entrada de un cine en el que asistí, en una sala muy grande en la que se distinguían las cabezas dispersas de tres o cuatro espectadores, a una de las primeras proyecciones de Arrebato, de Iván Zulueta. Yo era un soldado literato y cinéfilo que se refugiaba de las asperezas cuartelarias, y de la realidad pública muchas veces pavorosa del terrorismo y los brotes fascistas y golpistas, en una oficina de muebles destartalados en la que había una máquina de escribir. El soldado por obligación vivía en un trato obsesivo con el calendario en el que tachaba victoriosamente una fecha más al final de cada día. A la impaciencia de irse, a la exasperación por la lentitud del tiempo, se sumaba el miedo constante a la posibilidad de un golpe de Estado militar, en aquella democracia tan frágil, tan poco asistida internacionalmente, acosada por pistoleros y matones de todas las calañas, todos ellos dispuestos a derramar sangre por alguna de sus patrias respectivas, preferiblemente la sangre de otros.

Ayer la Concha era una estampa risueña de verano tardío y calentamiento global. Esta mañana se había cerrado el horizonte y el arco abierto de mar color pizarra rompía en la playa agrandada por la marea baja, al filo de la arena lisa con un brillo de espejo. Puse la televisión y continuaba el debate, por llamarlo de algún modo. Quité el volumen para seguir oyendo el clamor rítmico de las olas rompiendo contra la orilla. Había gente temeraria y vigorosa que se lanzaba a nadar o tripulaba piraguas. A pesar del mal tiempo, la vida diaria no se interrumpía en el paseo marítimo: caminantes, ciclistas, paseadores de perros, gente atareada con gabardinas y carteras bajo los paraguas. En el restaurante se dilataba sin prisas el ritual de los desayunos, las voces atenuadas, el ruido de tazas y cubiertos, las conversaciones en idiomas diversos, el café con leche bebido pensativamente junto al ventanal, mientras en un televisor sin volumen que nadie miraba seguía el debate.

Entonces miré el reloj y en un arrebato decidí ir al cuartel del que había salido corriendo como un fugitivo hace 43 años, en el barrio de Loiola. En la radio del taxi, un célebre charlista venenoso hablaba de dictadura, de golpe de Estado, de traición a España. El taxi atravesaba barriadas de urbanismo apretado y confuso que no existían cuando yo era soldado. Se detuvo, y antes de bajarme vi borrosamente el cuartel tras el cristal. Todo se mantenía idéntico: el puente, más corto de lo que yo recordaba, el lento Urumea de color de barro y el verde oscuro de la vegetación de las orillas, los dos edificios gemelos, con filas regulares de ventanas y torreones de ladrillo, de una arquitectura noble, entre el neomudéjar y el racionalismo.

Un suboficial se ofreció muy amablemente a enseñarme los patios. El espejismo plano del recuerdo cobraba profundidad y dimensiones tangibles. En una de aquellas ventanas que ahora no podía identificar había estado mi oficina. Las escalinatas de acceso a las compañías estaban clausuradas, aquellos peldaños por los que bajábamos en masa con un fragor masculino de estampida. Reinaba una sensación de soledad, de espacio excesivo. El suboficial señaló un grupo de soldados que estaban formando y me dijo que en unos pocos días iban a salir a una misión internacional en Líbano. Me vi a mí mismo con la edad de esos muchachos, en la tensión de los días peores, cuando nos mandaban a formar por sorpresa, a deshoras, las cornetas resonando en todos los altavoces del cuartel, cuando arreciaban los rumores sobre un golpe de Estado. Estaban muy frescos los ejemplos de Chile, de Uruguay, de Argentina. Imaginábamos que llegaba el momento temido, que nos hacían subir con correajes y armamento a aquellos camiones militares tan viejos y nos hacían ocupar las calles de San Sebastián, cumplir tal vez órdenes atroces.

No era una fantasía del miedo. Yo crucé a toda prisa el puente del Urumea tirando al río el candado de la taquilla, como era de precepto, en diciembre de 1980, y apenas dos meses después llegó el conato de golpe militar que todo el mundo estaba prediciendo. Quienes lo prepararon, lo alentaron, quienes lo habrían servido en calidad de esbirros o de carceleros y matarifes si hubiera triunfado, usaban el mismo lenguaje de patriotería apocalíptica que se ha vuelto a escuchar ahora en el Parlamento, en las tertulias extremistas, en las calles de Madrid. Sobre la solidez de este Gobierno y la lealtad de sus precarios aliados nadie puede hacerse muchas esperanzas. Pero quien vivió en persona una dictadura se siente ofendido cuando oye llamar tranquilamente dictadura a este tiempo que ahora vivimos. Los que llaman golpe de Estado a la formación de un Gobierno nacido de unas elecciones escrupulosamente libres y de una mayoría parlamentaria son del mismo linaje de aquellos que estuvieron a punto de devolvernos a la barbarie de la tiranía en aquellos años de mi primera juventud, cuando casi nadie pensaba que la libertad recién ganada pudiera durar mucho tiempo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_