Bilbao en varios tiempos
Paseo por la capital vizcaína, tan distinta de la que conocí en 1980, tan improbable como la vida que nos estaba esperando. La atmósfera de la ciudad se advierte vivida. Todavía no se ha rendido al turismo de masas
Vuelvo a Bilbao y me acuerdo de la ciudad que conocí en 1980. Llego de noche, en un tren de suficiente velocidad, que da tiempo a leer y a quedarse mirando holgazanamente por la ventanilla mientras cae la tarde y cuando se ha oscurecido y no queda nada más que mirar, nada más que luces dispersas en la negrura. Me gusta haber llegado de noche a una estación de tren que no parece todavía del todo un aeropuerto y que lleva el nombre de Indalecio Prieto, y que además tiene una vidriera admirable de los años veinte, una vidriera como de mural industrial y proletario del New Deal. El hechizo de llegar de noche a una ciudad es más grato todavía porque mi hotel está muy cerca y puedo llegar caminando desde la estación.
Llegué a la ciudad por primera vez en 1980, viniendo de San Sebastián, donde era soldado, y estuve en ella con frecuencia, en fines de semana de permiso en los que dejábamos los uniformes en taquillas de bares cerca del cuartel y disfrutábamos la libertad y el alivio de que nadie se fijara con recelo en nosotros. La Bilbao por la que ahora me paseo, toda una vida más tarde, es tan distinta de aquella como lo soy yo del joven de 24 años que esperaba con impaciencia el fin de un tiempo en suspenso, de un tedioso cautiverio que era la víspera del ingreso en la vida adulta. Yo no tenía muchas esperanzas de encontrar un trabajo cuando saliera del Ejército, y el futuro tan deseado de solo un año más tarde era prometedor y también una hoja en blanco, un espacio vacío al que daba miedo asomarse. El futuro, en Bilbao, parecía entonces la prolongación cada vez más sombría de un paisaje de ruinas, de discordia y derrumbe. 1980 fue el año en que hubo más atentados y asesinatos terroristas. En San Sebastián también había crímenes y manifestaciones de una extrema violencia, respondida con violencia semejante por los antidisturbios, pero cuando se limpiaba la sangre, cuando se pasaba la gresca y se recogían las pelotas de goma, los cristales rotos y los veladores de hierro pintado de blanco de las terrazas del Bulevar, la ciudad recuperaba en apenas minutos su placidez de balneario, y el humo bronco de los neumáticos quemados se disipaba dejando paso de nuevo al horizonte azul de la bahía de La Concha.
El horizonte de Bilbao era de color de pizarra, y el aire de un amarillo de azufre y arañaba los pulmones, amarillo y gris y rojizo de óxido en el cieno contaminado de la ría. Al llegar a la ciudad, la carretera descendía sumergiéndose en una niebla de llovizna sucia y humos de chimeneas de las siderúrgicas que ya eran como ruinas anticipadas de otra era industrial que llegaba a su fin, desatando oleadas de quiebra económica, de trabajadores en paro, de contiendas en las que se cruzaban los botes de humo y las pelotas de goma con tuercas arrojadas con hondas como en las guerras de otros siglos. Como las marcas de una inundación, las pintadas de hachas y serpientes, hoces y martillos, consignas terroristas, tachadas algunas y vueltas a pintar, ocupaban los pedestales de todos los monumentos y las fachadas de los edificios. Bilbao era una ciudad de novela negra futurista y punk apocalíptico. Los soldados de paisano íbamos a bares angostos donde hablábamos a gritos y la música nos dejaba sordos en el barrio de Rekaldeberri. Los pilares trepidantes de una autopista se alzaban entre bloques deteriorados de viviendas obreras. Las verbenas y fiestas de verano derivaban de un momento a otro en motines de puños cerrados, antifaces y capuchas, coros broncos de guerra, “ETA, mátalos”, “Txakurrak kampora”, “Gora ETA Militarra”. Un amigo me llevó a pasear junto a un acantilado donde rompía un mar bravo manchado de vertidos de petróleo, sobre playas angostas en las que se amontonaban chatarras y neumáticos viejos.
Con otro amigo al que conozco desde los años noventa paseo por la Bilbao de ahora, el futuro de aquel entonces, tan improbable como la vida que nos estaba esperando, la que tardaba tanto en los días de letargo del cuartel, cuando tachábamos cada fecha en los almanaques como una mínima victoria, una limadura en el bloque macizo del tiempo. Hasta el tiempo ha cambiado, dice mi amigo, acordándose de las mañanas monótonas de lluvia camino de la escuela, con las botas de agua y el impermeable, en esta mañana de octubre con calor de verano, con esta placidez más bien letal del cambio climático. El cielo está liso y azul y los verdes de los montes resplandecen en el aire tan limpio como las aceras de Bilbao, como los muros y los pedestales en los que no quedan rastros de las antiguas pintadas que exaltaban el crimen, y que parecen haberse librado de la epidemia contemporánea de los grafitis. En la Gran Vía hay ya más franquicias colosales que comercios “de toda la vida”; algunas salas del Guggenheim están tan llenas de turistas como las del Louvre; muchas tabernas y tiendas del Casco Viejo han desaparecido, sustituidas por esos negocios turísticos que pueden estar en cualquier otro sitio del mundo.
Pero en muchas calles, en la mañana del paseo, la atmósfera de la ciudad se advierte preservada y vivida, con la inmensa mejora que han traído los años, el porvenir que no fue como se esperaba y se temía. Las cafeterías, las tiendas de ultramarinos, las papelerías, las pescaderías, las ferreterías, son como esos indicadores biológicos que avisan sobre la buena salud o el deterioro de un ecosistema. Una cafetería rumorosa de gente, con olor a café, a bollería caliente, a mantequilla, a tostadas, con sonido de cucharillas y de conversaciones, es un síntoma de una ciudad bien vivida, donde la gente acude cada día al trabajo y mantiene una red de simpatías vecinales, un arraigo concreto. Visto lo que la rendición incondicional y codiciosa al turismo de masas ha hecho en otras ciudades españolas, Bilbao da un respiro, y una esperanza. No todo tiene que ir a peor. El pesimismo no siempre es una prueba de lucidez. Abandonada a la inercia del declive industrial, a la cruda lógica de la economía capitalista, en la que no hay miramiento hacia lo que no da beneficio inmediato, Bilbao habría seguido el camino de las antiguas capitales de la siderurgia en Estados Unidos, Pittsburgh, Cleveland, Detroit, paisajes urbanos devastados por la marginalidad, con plantas industriales deshabitadas y edificios espectrales que fueron hoteles o cines ingentes o estaciones de ferrocarril y van sucumbiendo al abandono como los templos de una civilización perdida. Con frecuencia, el prestigio de lo que fue es inmerecido: lo que se hizo bien, o bastante bien, y perduró, con todo el prosaísmo y las imperfecciones y las insuficiencias de la realidad, ha resultado ser infinitamente mejor de lo que nadie esperaba.
Mi amigo rebaja mi entusiasmo fácil de visitante. La ciudad de entonces, en la que fuimos muy jóvenes, estaba llena de gente tan joven como nosotros. Ahora, mayoritariamente, es una ciudad de jubilados. La costumbre del bienestar y el largo monopolio nacionalista del poder político generan conformidad y clientelismo. El Guggenheim es una vistosa pasarela de las modas estéticas internacionales. Mucha gente joven se va a otros lugares más inhóspitos, pero también más estimulantes, más prometedores, Madrid, por ejemplo. Cómo recordarán ellos esta ciudad de ahora nosotros no podemos saberlo. La imaginación humana está sobrevalorada. Nos acordamos de Bilbao y de España en 1980 y comprendemos que lo único que se puede saber con seguridad del porvenir es que no se parecerá a ningún vaticinio.
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