Nostalgia y rebelión
La añoranza puede ser una disidencia visceral: no de la pobreza, ni del exotismo forzoso, sino del agua y el aire limpios; de los patios umbríos; de lo no perdido aún, que puede llevar a salvarlo cuando aún es factible
Cuando uno va llegando a cierta edad y además escribe libros que tienen que ver con los efectos del paso del tiempo y, sobre todo, con las conexiones y las discontinuidades entre el pasado y el presente, se va acostumbrando a recibir preguntas sobre la nostalgia, y a detectar en algunas de ellas un cierto tono de sospecha. En una época tan pagada de sí misma como esta, el pasado lejano empieza muy pronto, y nombres cercanos y hechos casi recién sucedidos se quedan tan rápidamente obsoletos como los aparatos tecnológicos de hace una o dos temporadas. El otro día escuché a alguien que hablaba en la radio con entusiasmo de una película o de una serie: “Es de hace ya dos años, pero podía haber sido hecha hoy mismo”. Que algo siguiera siendo relevante al cabo de dos años le despertaba a este comentarista más incredulidad que admiración. Me acordé entonces de un anuncio que se vio mucho en los autobuses de Madrid: “Más now, menos yesterday”. Tardé un poco en identificar quién o qué se anunciaba con esa tajante declaración de principios, fruto sin duda de esas mentes publicitarias que vibran de fervor creativo al usar términos o giros en inglés. Resultó que se trataba de la campaña de una universidad privada. El ahora sin duda es más rotundo y hasta rompedor si de una vez por todas empezamos a llamarle now, y nos alejamos cuanto antes de ese yesterday tan rancio que se llamaba aún ayer, y en el que universitarios cabizbajos se aletargaban bajo la pesadumbre de saberes inútiles arrastrados por la pura inercia del pasado, las humanidades sobre todo, la inacabable historia, con sus milenios sombríos llenos de nombres y de fechas, la literatura universal, listas aún más temibles de nombres, fechas y títulos, la filosofía, esa lacra que con tanto éxito están logrando extirpar las autoridades educativas.
Así que cuando me preguntan por la nostalgia detecto en seguida un principio de condescendencia, sobre todo si el entrevistador es lo bastante joven para atribuir a un hombre de pelo y barba casi blancos una edad insondable. Vivo exactamente en la misma época que él, o que ella, pero es probable que me vean más yesterday y menos now de lo que yo quisiera, o de lo que yo mismo creo ser. Improviso la mejor respuesta que puedo, procurando distinguir entre la añoranza legítima de los muertos queridos y del estado de gracia de la niñez, por un lado, y por otro la niebla engañosa que puede embellecer lo desagradable y lo amargo y devolvernos una imagen ennoblecida y hasta heroica de nosotros mismos y del tiempo de nuestra juventud. Una cansina variante de esa nostalgia es el narcisismo generacional, sobre todo en su forma política: aquellos sí que fueron tiempos, nosotros sí que fuimos luchadores, nosotros leíamos mucho más, entonces sí que había libertad y no teníamos que mordernos la lengua, y el Gobierno no se entrometía en nuestras vidas, y podíamos comer chuletones con la misma libertad con la que desplegábamos nuestro ingenio español contando chistes de negros, de maricones, de cojos, de tartamudos. He conocido nostálgicos del servicio militar forzoso de nuestra juventud, y hasta del cautiverio de los colegios de curas. Me encontré con un antiguo compañero del que yo padecí, al cabo de más de medio siglo, y me dijo que en aquella especie de cuartel ennegrecido de bofetadas y sotanas había pasado los mejores años de su vida.
Pero después de darle muchas vueltas, tantas como se repite la pregunta, creo que me ha llegado el momento de ser más valiente y menos cauto y defender abiertamente la palabra nostalgia, haciéndola mía, por así decirlo, y cargándola yo también, y a conciencia, de un sentido a la vez emocional y político. Puede que haya una nostalgia hecha de lucidez, no de vaguedades o mentiras, y que tenga una parte de rebelión instintiva contra el autoritarismo de lo nuevo, contra la imposición de cambios atropellados y destructivos que ostentan la legitimidad del progreso inevitable. A muchos de los que nos hicimos literatos en los primeros años ochenta nos parecían antiguallas las crónicas de Miguel Delibes sobre el hundimiento del mundo rural, la degradación de la naturaleza, la desaparición de las especies. Siendo tan listos, no podíamos darnos cuenta de que ese escritor tan del pasado y el campo era mucho más adelantado que todos nosotros, porque alertó antes que nadie, repetidamente, sobre las consecuencias para la biosfera —para las aguas, el aire, las plantas, los animales, los seres humanos— de un modelo de desarrollo basado en la depredación y la codicia.
La nostalgia puede ser una disidencia visceral: nostalgia no de la pobreza, ni del exotismo forzoso, sino del agua y el aire limpios de pesticidas y de microplásticos, del canto tedioso de los grillos y las ranas en las noches de verano, de las calles estrechas y los patios umbríos que protegían del calor sin necesidad de aire acondicionado, de las plazas en las que niños y niñas pueden jugar sin vigilancia ni peligro; nostalgia de lo no perdido todavía, que puede llevar a rescatarlo o a salvarlo cuando aún es factible; nostalgia militante como la de los activistas ácratas de Ámsterdam que en los años sesenta se sublevaron para impedir que los canales y las calles sinuosas de la ciudad sucumbieran al asfalto y a los coches, o como la que impulsó a Jane Jacobs y a su tribu de madres jóvenes de Greenwich Village contra la brutal autopista que en nombre de la eficiencia y la modernidad habría desfigurado para siempre las calles que rodean Washington Square en Nueva York.
Hay una nostalgia impotente que añora la desaparición de lo valioso que no se supo defender, por falta de atención, por ceguera, por frivolidad, por cobardía. Es una nostalgia hipócrita: la de quien lamenta el cierre de una librería o de una tienda de barrio al mismo tiempo que se envanece de comprar hasta las cosas ínfimas en Amazon; es también la nostalgia de las presuntas buenas formas cuando lo que se practica en el presente es la bronca del periodismo del insulto y las redes sociales, y la de esos reaccionarios de inspiración trumpista que añoran los valores morales heredados de la tradición y no tienen el menor reparo en desacreditar y en sabotear las instituciones fundamentales de la convivencia. Decía el crítico de arte José María Moreno Galván que lo único que los conservadores quieren conservar son sus privilegios, y que están dispuestos a destruir todo lo demás para conseguirlo.
En sus últimos libros, cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo de vida, el inolvidable Tony Judt se entregó a un ejercicio tan brillante como descarado de nostalgia, pero las añoranzas íntimas de un hombre a punto de morir estaban arraigadas en la vindicación del Estado de bienestar demolido en el Reino Unido por el neoliberalismo de Thatcher y luego del farsante Tony Blair, de un orden socialdemócrata gracias al cual a un hijo de inmigrantes pobres y judíos le fue posible disfrutar desde niño de la escuela pública y de la sanidad pública, y acceder con esfuerzo pero sin desventajas por su origen a lo mejor de la enseñanza universitaria, y tener luego un porvenir de profesor y ensayista. Nostalgia y reivindicación son inseparables: quizás por eso a algunos nos gusta escribir a mano, y leer libros y hasta periódicos en papel, y enviar cartas y postales, de modo que Amazon, Google, Meta, X, quien sea, no pueda seguirnos el rastro a cada momento.
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