Novela negra y esperpento de 1981
Leyendo el libro de Mar Padilla sobre el asalto al Banco Central de Barcelona vuelvo a asombrarme de que aquel Estado tan débil no sucumbiera a sus muchos enemigos, a la pura inoperancia de sus defensores
Tal vez la incertidumbre permanente en que vivíamos hace que el recuerdo sea todavía más borroso, como una de esas fotos movidas de colores dudosos que hacían las cámaras de entonces. Son los colores de 1981, de las vísperas del verano, cuando el susto del 23 de febrero se iba quedando lejos pero no se atenuaba, porque no faltaban ni un día las sospechas inquietantes de un nuevo golpe militar, y parecía que el país entero estaba desmoronándose, que no había sosiego en nada, ni en la política ni en la vida cotidiana, sino un sinvivir continuo, alimentado por la saña criminal de los terroristas de diverso pelaje, cada grupo con sus siglas siniestras, todos empeñados en ahogar en sangre y furia el edificio tan frágil de una democracia que parecía tenerlo todo en contra, la ruina económica, la irrupción de la heroína, la delincuencia violenta.
En medio de aquel vértigo cada uno se buscaba la vida y la normalidad como podía. Salvo momentos de gran drama, los hechos públicos son en el presente un ruido de fondo. Aquellos años que resultaron ser después la Transición cobran con el paso del tiempo la coherencia de un proceso histórico, resumido en interpretaciones terminantes, en gran medida incompatibles entre sí, pero despojadas por igual de toda incertidumbre: el tránsito seguro hacia la democracia pilotado por las eminencias de la sabiduría política; el pacto de las élites para cambiar lo justo y mantener su hegemonía en un simulacro de sistema democrático carente de legitimidad verdadera.
En realidad nadie sabía nada. Lo inmediato era tan angustioso que no quedaba tiempo para acordarse del pasado ni calcular el porvenir. Los que recordamos el año 1981 nos fatigamos queriendo desvelar todavía los últimos detalles del conato de golpe del 23 de febrero, pero intuimos que para explicar aquel tiempo necesitamos fijarnos en las cosas más comunes, en las más terrenales, los desechos que no llegan al relato histórico, lo que se veía no en los noticiarios, sino en los anuncios, y no en las páginas de política, sino en las de sucesos. Todo el mundo fumaba en todas partes. Barrios trabajadores en los que hasta poco tiempo atrás habían prevalecido los movimientos vecinales estaban siendo arrasados por la doble epidemia del paro entre los adultos y la heroína entre los jóvenes. Ladrones adolescentes de coches y atracadores de bancos eran estrellas populares y protagonizaban películas en las que hacían de ellos mismos. Los quioscos eran catedrales lujuriantes de nuevos periódicos que tiraban centenares de miles de ejemplares y de revistas con portadas de mujeres desnudas.
Vivíamos una atmósfera de novela negra canalla en la que no estaba claro muchas veces quiénes eran los policías y quiénes los ladrones, quién disparaba las pistolas, quién estaba o no estaba detrás. Credenciales democráticas se urdían a toda velocidad y antiguos verdugos se paseaban con la cabeza alta a la vista de víctimas que no habían podido olvidar sus caras. Ejecutores a sangre fría con capucha y pistola eran saludados como héroes por sus vecinos y bendecidos por párrocos patriotas. En Almería, a unos pobres desgraciados que iban a una boda los confundieron con terroristas y los hicieron desaparecer después de torturarlos, al darse cuenta de su error los guardias civiles que los habían detenido.
Pero el tricornio, el exabrupto cuartelario, el pistolón y los bigotes del teniente coronel Tejero eran indicios de que nuestra pobre historia convulsa estaba derivando hacia el terreno del esperpento, la pringosa mezcla española de lo trágico y lo grotesco. Vivíamos en el miedo y en la esperanza: también en la payasada y el ridículo, en la broma macabra de un país a medio hacer. Lo he recordado leyendo estos días un libro que tiene la urgencia de un reportaje recién hecho, Asalto al Banco Central, de Mar Padilla. Tres meses justos después de la mascarada castrense del 23 de febrero, el atraco al Banco Central de Barcelona empezó teniendo la gravedad sísmica de un nuevo golpe contra la democracia y acabó en una farsa cuya mayor consecuencia fue el penoso ridículo de la autoridad del Estado. Una banda de chorizos con descaro y arrojo, esgrimiendo pistolas de saldo y un taladro Black&Decker, más apropiado para colgar cuadros que para traspasar blindajes de bancos, mantuvo secuestradas durante dos días a más de 300 personas, bloqueado el centro de una gran ciudad, sometidos a la tensión máxima y al desconcierto y al chantaje a todos los poderes civiles y militares del país, ocupadas todas las primeras páginas de los periódicos y el arranque de los noticiarios. Mar Padilla cuenta todo el rosario de explicaciones conspirativas que envolvieron el atraco, algunas de las cuales duran todavía: la extrema derecha, los servicios secretos, reuniones clandestinas en el sur de Francia, cuentas numeradas en Suiza, un maletín con documentos comprometedores sobre el 23 de febrero. Es un argumento de parodia de novela negra, no de Raymond Chandler y ni siquiera del Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán, sino del mamarracho admirable que inventó Eduardo Mendoza, justo por aquella época, en El misterio de la cripta embrujada.
El 23 de mayo en Barcelona es el reverso y el complemento del 23 de febrero en Madrid, la escenificación del esperpento de aquella vida española en la que no había nada seguro y nadie parecía del todo de fiar. En las imágenes documentales se ve que los coches y las furgonetas de la Policía son modelos baratos que no tienen blindaje. Voluntarios de la Cruz Roja suministraban a los encerrados en el banco bolsas de bollería industrial y cartones de tabaco. La plaza de Cataluña era una romería de periodistas, policías, guardias de tráfico, políticos de toda graduación, curiosos y holgazanes. En un momento dado apareció delante del banco una tanqueta de la Guardia Civil, de la cual salió una voz dirigiéndose a los asaltantes a través de un micrófono defectuoso que se acoplaba. Alguien disparó desde el interior, y la tanqueta amenazadora retrocedió a toda la escasa velocidad que le permitían sus muchos años, y acabó varada contra un árbol o un bordillo, y tuvo que venir a retirarla una grúa municipal.
Es muy difícil captar el tono de un tiempo que uno no ha vivido. Mar Padilla lo hace con agudeza e ironía, con el asombro de descubrir el grado de penuria, desmadre y confusión que reinaba en esos años. Casi nadie se resiste a profetizar con aplomo el pasado. Pero lo cierto es que no entendíamos gran cosa de lo que sucedía en aquel presente sin sosiego, y que los dirigentes, los serios y los frívolos, los intrigantes y los honrados, estaban tan perdidos como todos nosotros, como aquellos generales, comisarios, gobernadores, altos mandos, que discutían, muy apretados en torno a una mesa, entre nubes de humo, explicaciones y remedios posibles para el órdago de los asaltantes al Banco Central. Leyendo el libro de Mar Padilla vuelvo a asombrarme de que la democracia acabara prevaleciendo, de que aquel Estado tan débil no sucumbiera a los muchos enemigos ensañados contra él, a la pura inoperancia de sus defensores. Se ve que personas innumerables, públicas y anónimas, cumplieron con su deber y mantuvieron la racionalidad y la calma, y que tuvimos suerte en momentos cruciales. Una imagen se sobrepone en mi memoria al recuerdo del miedo: en la noche del 24 de febrero de 1981 me veo caminando en una multitud inmensa que llena las calles de todas las ciudades de España, en una marcha silenciosa, firme, una determinación unánime de amor por la libertad, de repulsa contra la fuerza bruta y el esperpento nacional.
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