El gran secreto sobre el 23 de febrero
El auténtico significado de ese día no es ningún misterio y está a la vista de todos: terminó la Transición y empezó la democracia con tres hombres —Suárez, Carrillo y Gutiérrez Mellado— que no agacharon la cabeza
El gran secreto sobre el golpe de Estado del 23 de febrero es que no hay ningún secreto. Entiendo que la noticia decepcione, porque las mentiras suelen ser más atractivas que la verdad —de ahí en gran parte su éxito—, pero es lo que hay. El 23 de febrero de 1981 debe de ser el día de la historia de España sobre el que más sabemos, o como mínimo sobre el que más se ha escrito, pero en cada aniversario señalado del golpe —o simplemente cuando se tercia— aparecen los mercaderes del 23 de febrero anunciando a bombo y platillo el desvelamiento del nuevo gran secreto sobre el 23 de febrero. La realidad, la pura y simple y aburrida realidad, es que sobre aquella asonada militar conocemos lo esencial casi desde que el tribunal que juzgó a los golpistas dictó sentencia año y pico más tarde, el 3 de junio de 1982. ¿Significa esto que lo sabemos Todo sobre el golpe? Por supuesto que no. Ese conocimiento absoluto no pertenece al ámbito de la historia, sino al de la ficción, o al de la mentira (que, en este punto, como en otros, se parece bastante a la ficción). Lo ha escrito el historiador Juan Francisco Fuentes: “No hay acontecimiento histórico que se preste a un revelado completo de sus luces y sombras”; quien interpela a un acontecimiento clave del pasado exigiendo Toda la verdad sobre él “no pretende, por lo general, que sepamos más, sino que sepamos menos mediante la sustitución de una historia veraz, pero incompleta, por una versión tergiversada o simplemente falsa puesta al servicio de una causa política. En esta nueva versión todo cobra sentido”.
Visto así, el golpe del 23 de febrero de 1981 viene a ser para la izquierda española lo que los atentados del 11 de marzo de 2004 para la derecha. La derecha o cierta derecha considera que no se sabe Todo sobre los ataques de Atocha, para poder difundir más o menos sottovoce que los verdaderos responsables de la carnicería no fueron los islamistas que la perpetraron, sino, en última instancia, José Luis Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba, quienes buscaban dar un vuelco a las elecciones del 14 de marzo de aquel año y entregar la victoria al PSOE (cosa que finalmente consiguieron); del mismo modo, la izquierda o cierta izquierda considera que no se sabe Todo sobre el 23 de febrero de 1981, para poder seguir difundiendo más o menos sottovoce que el verdadero responsable del golpe fue Juan Carlos I, que lo urdió o inspiró y alentó con el fin de legitimarse salvando la democracia y consolidando la monarquía (cosa que finalmente consiguió). Esta teoría fue acuñada por los propios golpistas, a fin de defenderse ante el tribunal que los juzgó con el famoso argumento de la obediencia debida (ellos sólo acataban órdenes del Rey), y la ultraderecha la adoptó de inmediato; muy pronto, no obstante, la hizo suya también la ultraizquierda o la izquierda populista: asombrosamente, mientras escribo estas líneas todavía no la ha mantenido en público el vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias. Sobra decir que se trata de un bulo, pero no que su crédito extraordinario nos recuerda la inolvidable lección de Goebbels que Trump, los brexiters y los secesionistas catalanes han renovado con maestría: las mentiras, cuanto más gordas, mejor (sobre todo para quienes están deseando creérselas). La verdad es que, como la clase dirigente española casi al completo, el Rey cometió errores antes del 23 de febrero; errores graves, que propiciaron o facilitaron el golpe. Pero también es verdad que el Rey lo paró, entre otras razones porque era el único que podía pararlo: al fin y al cabo, era el capitán general del ejército y Franco había ordenado a los militares que le obedecieran como le habían obedecido a él. El bulo sobre los atentados de Atocha pretendía deslegitimar la victoria electoral socialista de 2004; el bulo sobre el golpe del 23 de febrero pretende deslegitimar la democracia actual: el llamado Régimen del 78.
En realidad, el golpe del 23 de febrero es el mito fundacional de la democracia española. Ahora bien, un mito es una mezcla de mentiras y verdades; es decir, una mentira, o una ficción. En este sentido —y en otros—, el golpe representa para los españoles más o menos lo que para los estadounidenses el asesinato de Kennedy. Primero, porque es el punto exacto donde convergen todos los demonios de nuestro pasado reciente; y, segundo —y en cierto sentido como consecuencia de lo anterior—, porque, igual que no hay norteamericano que no tenga una teoría o no conozca un secreto del asesinato de Kennedy, no hay español que no tenga una teoría o no conozca un secreto o una clave oculta del 23 de febrero. ¿Qué es un español? Es alguien que tiene una teoría o guarda un secreto del 23 de febrero. Hagan la prueba y verán: es el único test infalible de españolidad.
Por lo demás, el 23 de febrero de 1981 es un día cebado de sentido; mejor dicho: lo que está cebado de sentido es un instante de ese día. El instante preciso en que, mientras los golpistas irrumpían en el Congreso ordenando a tiros que los parlamentarios se tirasen al suelo y todo el mundo se refugiaba de las balas bajo sus escaños, tres hombres se negaron a obedecer. Eran Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Santiago Carrillo, secretario general del PCE; y el general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno. Esos tres hombres habían sido, aparte del Rey, los artífices fundamentales del cambio de la dictadura a la democracia. Ninguno de los tres se había educado en la democracia y ninguno de los tres había creído en la democracia durante la mayor parte de su vida; llegado el momento de la verdad, sin embargo, ninguno de los tres dudó en jugarse la vida por ella. El 23 de febrero de 1981 concluyen dos siglos de intervencionismo militar, pero, en el instante en que aquellos tres hombres se conjuraron sin saberlo en ese gesto supremo de rebeldía, empieza de verdad la democracia en nuestro país y termina la Transición, en ese instante termina también el franquismo y, dado que la dictadura no fue la paz sino la guerra por otros medios (dado que la guerra no duró tres años sino 43), en ese instante termina de verdad la Guerra Civil.
Ese es el auténtico gran secreto del golpe del 23 de febrero; un secreto que, como cualquier secreto valioso, estaba a la vista de todos, porque lo grabaron las cámaras de televisión: bastaba con saber mirar. En cuanto a los tres hombres, fueron debidamente triturados, sobre todo por los suyos, que los consideraron tres traidores: Gutiérrez Mellado, un traidor a sus compañeros de armas, los militares de Franco, que lo odiaron a muerte por convertir el ejército franquista en un ejército democrático; Carrillo, un traidor a sus camaradas comunistas, que no le perdonaron —y siguen sin perdonarle— que antepusiera la democracia a la República, declarando obsoleto el dilema monarquía-república; y Suárez, bueno, Suárez fue el peor de los tres, el Gran Traidor: un obsequioso arribista que les había prometido a los jerarcas del Régimen, con su juventud insultante, su ladina simpatía y su apostura kennediana, perpetuar el franquismo sin Franco, y que, en un visto y no visto, en menos de un año fulgurante, desmontó la dictadura, convocó las primeras elecciones libres en 40 años y montó la democracia o los fundamentos de la democracia. Los suyos los trituraron, a los tres, y durante muchos años los demás nos dedicamos a mirarlos por encima del hombro. Nadie, que yo sepa, les dio las gracias como es debido, no al menos en vida.
Así funciona la historia.
Javier Cercas es escritor.
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