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La sentencia y el problema militar

La sociedad civil se irritó por las sentencias del juicio del 23-F, hechas sin duda por nuestros generales con cualquier cosa menos con entusiasmo

Dibujo alegórico del 23-F dedicado a Joan Manuel Serrat.
Dibujo alegórico del 23-F dedicado a Joan Manuel Serrat.José Luis Verdes

Creo que fue el duque de Wellington el que acusó a los españoles de construir sus ejércitos a base de entusiasmo. "Yo no sé lo que es eso", añadía, "pero sí que ese entusiasmo no produce ni armamento ni vestuario, ni disciplina, ni nada". Esta frase, de cuya virtual veracidad no voy a hacer bandera bien podría aplicarse por pasiva a la vehemencia contraria al entusiasmo, que es la irritación. Y a la irritación, precisamente, de la sociedad civil consecuente a las sentencias del juicio del 23-F, hechas sin duda por nuestros generales con cualquier cosa menos con entusiasmo.

Este juicio nacía viciado en sus orígenes. Pero no todos los vicios tenían raigambre militar. Sí el más principal de ellos: el hecho de que, aunque el pronunciamiento estuviera concretado en unos centenares de rebeldes, su intencionalidad y su objetivo era mirado con simpatía por buena parte de la oficialidad del Ejército. Todo el mundo sabe por eso que si el Rey no se hubiera opuesto al golpe, el golpe habría triunfado, al menos en una primera instancia. Y todo el mundo reconoce que lo que del 23-F emergía, por encima de los tricornios ocupantes del Congreso, era la parte más zafiamente obvia del problema militar que este país arrastra desde hace casi dos siglos. La clase política salió legítimamente atemorizada de su secuestro en el palacio de las Cortes. De su temor se derivaron algunas graves consecuencias para el desarrollo estable de nuestras libertades.

Votaron por unanimidad una anticonstitucional ley de Defensa de la Democracia; acudieron al consenso de la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico), que desvirtuaba las autonomías vasca y catalana; empujó el Gobierno soezmente el ingreso de nuestro país en una alianza militar, y se enfrentó al pueblo de cara con los límites de sus esperanzas.

José Luis Verdes

En los últimos meses hemos visto la pasividad gubernamental ante hechos tan miserables como los homicidios de Almería y Trebujena, la imposibilidad de plantear en serio los problemas que comporta la presencia de la Guardia Civil en el País Vasco o su persistente carácter militar, con dependencias ministeriales ambiguas. Ha aumentado la dureza de la represión policial, con una arbitrariedad que raya en el absurdo, y se han reproducido casos de tortura y de persecución a las libertades ante la mirada helada del señor Calvo Sotelo. Mientras, los sindicatos mayoritarios -CC OO y UGT- firmaron el ANE (Acuerdo Nacional sobre Empleo), las demostraciones del Primero de Mayo se venían abajo, la desmovilización de los partidos políticos fue progresiva y se dio ancho campo para el retorno de los voraces protagonistas del pasado. Esos que todavía se engloban bajo el piadoso seudónimo de "poderes fácticos". ¿Qué estaba pasando? Algo muy sencillo. Los líderes de la sociedad civil vivían atemorizados por el fantasma del poder militar.

Exclusiones de guardias y soldados

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En este ambiente, la propia instrucción del proceso contra los golpistas resultó un potingue: se excluyó de principio a los guardias asaltantes y a los soldados de la Policía Militar. Se devolvió a sus destinos de armas a muchos de ellos. Se encomendó el caso a los tribunales castrenses. No era por casualidad: el Parlamento democrático no se había atrevido a reformar meses antes el Código de Justicia Militar de modo y manera que fuera el poder civil el juzgador. Los diputados en Cortes, que habían sido directamente amenazados por las armas, no quisieron constituir siquiera una comisión de investigación sobre los hechos, como hubiera sido oportuno hacer. Apenas algunos de ellos enviaron una declaración por escrito al juez. Y con más de trescientos testigos en los escaños ha sido oficialmente imposible reconocer a los agresores del teniente general Gutiérrez Mellado.

El Ejecutivo no investigó o no se atrevió a levantar la trama civil. Y cuatro días después de la fecha de la intentona se celebró una enorme y emocionante manifestación popular a favor de la democracia con la clamorosa ausencia de todo el Gobierno, que miraba con desconfianza la convocatoria.

José Luis Verdes

Estas fueron las actitudes que prepararon el juicio, y conviene no perderlas de vista. Son las actitudes de una clase política balbuceante ante ese problema militar que señalaba antes. Una cuestión que podría resumirse así: en nuestro país, en los dos últimos siglos, el poder militar ha actuado como coautor permanente de las decisiones del poder civil, conculcando cuantas veces le ha apetecido la legalidad vigente. En el actual período democrático, la cuestión se agrava por el hecho de que el Ejército proviene casi exclusivamente del bando vencedor en la guerra civil y ha sido educado en su ideología y actitud. Y porque la evolución que transformó la sociedad ya durante el franquismo no ha afectado sino mínimamente a las capas militares, que se desenvuelven en un mundo de arcaísmos y que difícilmente conectan con la realidad española.

Ejército y Sociedad

Un país donde sociedad y Ejército se enfrentan casi instintivamente -y en donde el enfrentamiento quiere a veces ser superado por numeritos patrioteros- no puede alcanzar una madurez democrática.

Las lecciones del 23-F para la clase política española eran la necesidad de resolver este enfrentamiento no desde una lucha de poderes, en la que obviamente llevarán las de ganar los detentadores de las armas, sino desde un pacto de entendimientos en el que lo irrenunciable fuera la Constitución agredida por los rebeldes. En una palabra, el fracaso del 23-F suponía la oportunidad de un intento de transición democrática también para las Fuerzas Armadas.

El juicio recién terminado, con todos sus gravísimos defectos supone, desde mi punto de vista (si este pueblo es capaz, una vez más, de no tirar los pies por alto), un acto similar al de la aprobación por las Cortes franquistas de la ley de Reforma Política. Esto no significó la instauración democrática, pero la hizo viable sin un proceso revolucionario. Aquel no significa la cancelación del problema militar, pero con la condena a treinta años de cárcel del general que pasó por ser el más prestigioso del Ejército franquista abre unas expectativas inéditas de transformación política en el seno de nuestras Fuerzas Armadas. Es preciso en este punto reconocer desde la propia sociedad civil el calibre de la decisión de los generales que han condenado a Miláns. Es ridículo suponer que el tejido ambiental de los militares españoles es hoy más democrático que hace un año. Y es absurdo, pretender consolidar este régimen sin la colaboración del Ejército o con la resistencia de una gran parte de este.

La sentencia, en su determinación de penas máximas para Miláns, nos abre a la evidencia de que ese pacto histórico que someta al poder militar bajo el civil en nuestro país puede hacerse ahora. Ni será fácil ni será brillante. Pero creo no equivocarme si digo que la condena al jefe de la conspiración, pese a la ridícula sanción a otros rebeldes y a la increíble absolución de los tenientes, puede marcar el final de los pronunciamientos en España si el poder político sabe en esta hora imponer su voluntad. Pues en el poder político y su capacidad de resistirse al miedo, y no en los defectos conocidos de la legislación castrense -que es, por lo demás, fácilmente reformable si se quiere-, es donde radica hoy la validez de la respuesta al problema militar.

José Luis Verdes

Cuando el expresidente Adolfo Suárez critica con toda la razón la lenidad de gran parte de las sentencias olvida que él mismo no fue capaz de destituir al general Miláns de la Capitanía de Valencia con ocasión de unas declaraciones suyas claramente anticonstitucionales. Y semejantes acusaciones se podrían hacer a muchos de los que con sospechosa oportunidad electoral se rasgan las vestiduras en esta instancia. Hemos visto protestar a Felipe González por la adulación al Ejército, pero nadie le ha adulado tanto en los últimos años como el socialista Enrique Múgica. Hemos visto preocuparse al Gobierno porque es preciso reformar el Código de Justicia Militar. Pero él es el mayor responsable de que no se haya hecho. ¿No será que de nuevo con estas actitudes se quieren olvidar tantas grandes omisiones del pasado? ¿O resultará verdad -ojalá- que ahora UCD está dispuesta a votar la ley que vetó para reincorporar a los militares demócratas y otra como es debido para resolver la objeción de conciencia?

Tanta vehemencia e irritación oficial a la hora de imponerse al poder militar se verían mejor amparadas en cualquier caso si se llamara la atención al presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor por sus manifestaciones a la revista Reconquista, en las que nada menos que ha comparado el uso de las armas con el uso de la pluma. Y estaría también más atendida la reciente firmeza gubernamental tomando las decisiones adecuadas que respondan al inadmisible trato dado al presidente del Gobierno de la nación en el desfile de las Fuerzas Armadas.

Delincuente y no héroe

Resultaría una lástima, en cualquier caso, que cuando el propio Ejército, y de manera solemne, acuerda que el general Miláns es un delincuente y no un héroe, la sociedad civil no supiera distinguir y aprovechar las señales de cambio que un hecho así encierra. Algunos políticos y algunos partidos me parece que efectivamente han hecho sus reflexiones en esta dirección. Las declaraciones de Xabier Arzallus, de Jordi Pujol, de Nicolás Sartorius, lejos de la descalificación global que otras sugieren, ponen de relieve un inteligente esfuerzo de entendimiento del tema.

Las reacciones de la Prensa occidental parecen más serenas y objetivas que las de algunos periódicos locales. A lo mejor son ellos, y yo, los equivocados. Pero por encima de la irritación legítima, que no provee avituallamiento alguno para las batallas de la política, una cuestión así merece ser tratada con alguna capacidad de reflexión. Y la mía se concreta, finalmente, en esta: que en España los cuartelazos de coronel para abajo no han resultado nunca, y de coronel para arriba han resultado, antes o después, siempre. Pues bien, ahora hay un poder civil -el judicial- que puede y debe enmendar la impunidad con la que algunos implicados en la última rebelión se han visto premiados. Pero hay también un poder civil -el político- que no debe desdeñar la oportunidad que el propio poder militar le ha brindado enviando a los cabecillas del cuartelazo tras las rejas. Vamos a verlo.

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