Un día para olvidar, un día para recordar
La operación policial contra la corrupción que hizo dimitir al primer ministro portugués nos coloca ante el reto de frenar los asesinatos públicos en las redes sociales. De aquí a las próximas elecciones, el caso de António Costa debería quedar esclarecido. ¿Será posible?
“Es la plaga de los tiempos el que los locos guíen a los ciegos.” (Shakespeare, El rey Lear)
Uno. La historia es como sigue: en Portugal, a primera hora de la mañana del 7 de noviembre, las televisiones dejaron de transmitir las tragedias de Gaza y Ucrania, y el tema estrella pasó a ser nacional. Despertando toda la alarma que conllevaba la situación, se supo que la policía judicial había irrumpido en distintas residencias y oficinas gubernamentales, que había cinco detenidos, entre ellos el jefe de Gabinete del primer ministro, y que un lacónico comunicado de la Fiscalía General de la República daba cuenta de que António Costa podría estar involucrado en un proceso de corrupción. Las consecuencias no se hicieron esperar. Entre el desayuno y el almuerzo, el primer ministro presentó su dimisión y el Gobierno, apoyado por una cómoda mayoría en el Parlamento, cayó. La sorpresa no podía ser mayor. Pero todo lo que pasó a lo largo de ese día fue historia, será historia. Al cabo de unas horas, daba comienzo la mitología.
En el telediario de la noche, mientras el corresponsal portugués de la CNN, Gonçalo Nuno Cabral, repasaba los rocambolescos hechos del día, el faldón anunciaba lo siguiente: “Los detenidos declararán ante los jueces en un plazo de 48 años”. Corrí a buscar una máquina para fotografiar el sibilino mensaje, pero cuando volví, la cadena ya se había dado cuenta del error de confundir horas por años. Me dio mucha pena que tal rótulo no hubiera permanecido más tiempo, un largo rato, lo suficiente para llegar a la Fiscalía General, o a todo el sistema judicial portugués, de manera que pudieran adoptarlo como lema. José Sócrates, detenido en el aeropuerto de Portela a su llegada de París, con la televisión filmando en directo su arresto, en una lejana mañana de noviembre de 2014, permanece a la espera de juicio, o de la prescripción, desde hace casi una década, sin que haya un final a la vista. El fantasma de este proceso inconcluso se cierne sobre la sociedad portuguesa, y ahora ha vuelto a extender sus alas y revolotea entre nosotros, ensombreciendo los días que pasan con sus tristes plumas.
Dos. El caso no es baladí: algunos de los involucrados, incluido el propio jefe de Gabinete del primer ministro, provienen del mismo grupo que circundaba al antiguo primer ministro José Sócrates. Y una vez más, las imágenes de dinero sospechoso metido en sobres adquieren un simbólico poder explosivo. Porque hay imágenes que tienen por sí solas un efecto necesariamente letal entre una población que vive con dificultades, una población acribillada a impuestos que se manifiesta en las calles, no a causa de una rabbia poetica pasoliniana, sino por una frustración ontológica ante el trastorno de todos los sistemas de valores y certezas que caracterizan nuestro tiempo, de los cuales la vertiente financiera es solo la más concreta y al mismo tiempo la más simbólica. Entre nosotros, la indiferencia ante la pobreza, la rudeza de la burocracia, la postergación de los procesos judiciales, crean de por sí una población resentida, que puede entender que el Estado sea un agente de agilización de trámites en beneficio de las empresas privadas, pero que difícilmente soporta la imagen de distribución de favores que presuponen actos de corrupción con dinero sucio involucrado. Especialmente cuando se describen con imágenes tangibles, donde el dinero que abunda en los sobres de los sobornos parece corresponder al que falta en las billeteras para pagar la compra diaria. Los populistas las evocan y utilizan, se alimentan de ellas para su crecimiento, son las sales y vitaminas que fortalecen sus músculos. Nada resulta más estimulante para los extremistas que encontrar un distribuidor de sobres sentado al lado de un primer ministro.
Tres. No parece inapropiado preguntarse cómo esas figuras que emergen de la psicopatología social rodean a los jefes del Gobierno, se infiltran en partidos que estatutariamente luchan por lo contrario, ponen en riesgo la vitalidad del sistema democrático, manchan el honor de aquellos a quienes parecen servir y nadie, excepto la policía, se opone a sus perversas intenciones. Si no son detectados, socavan la economía, y cuando lo son, a causa de los males que sacan a la luz, socavan el sistema, especialmente si no se reacciona de inmediato. Y así, el presidente de la República, como reacción a la crisis, ha optado por devolver la voz al pueblo, decretando elecciones legislativas para dentro de cuatro meses. Se producirá necesariamente una renovación, sea del tipo que sea, y lo único que cabe desear es que Portugal no se vuelva ingobernable. Con todo, incluso si creemos en este escenario positivo, siempre quedará una pérdida extraordinaria de capital que va acumulándose. La magnitud de la ruina de un estadista que gozaba hasta ahora de reputación honorable y ha quedado desacreditado de esta manera equivale a una pérdida emocional de dimensiones incalculables. No podemos hablar de credibilidad de las instituciones sin hablar de la credibilidad de las figuras que las interpretan. Por lo tanto, de aquí a las próximas elecciones el caso de António Costa debería quedar esclarecido. ¿Pero quién cree que eso pueda ser posible?
Cuatro. La justicia portuguesa, inmóvil previamente frente la clase política, actúa ahora ante ella como una sibila encapuchada. Demuestra una notable eficacia en sus sucesivas maniobras de culpabilización en la plaza pública, liberando quirúrgicamente, en el curso de la instrucción, datos que funcionan de manera obscena, voyerista y persecutoria, sin que los destinatarios sepan bien de qué se trata, al mismo tiempo que alarga en incomprensibles procesos de distanasia el momento del juicio. El primer ministro portugués ha hecho bien en dimitir, pues fue la forma más adecuada que encontró para hacerse respetar. Incluso diría que para hacerse admirar. Escribe Pascal Dibie, en un pequeño gran libro titulado Algunas pistas para percibir el avance del fascismo antes de que se imponga, publicado en 2020: “Estimular la admiración mutua es indispensable para que la civilización pueda vivir en coexistencias múltiples y pacíficas”. Y así es, pero todo el sistema actual, agudizado por la cultura digital que permite la deconstrucción iconoclasta sistemática de la personalidad del otro, va en dirección contraria. Hasta el momento nadie ha encontrado la fórmula para frenar la posibilidad de asesinatos públicos que las redes sociales permiten y alientan. Pensar en recurrir a sistemas de justicia que crean en sí mismos fórmulas inteligentes para capturar el poder político, ante el que mostrarse altivos e independientes, pero no como enemigos en disputa, es un sueño vano. Parece que los sospechosos de esta investigación, cuyo nombre es Influencer, están siendo interrogados. ¿Lo serán durante 48 años?
Cinco. No necesitamos cargarnos de solemnidad para decir que estamos viviendo momentos trágicos en la historia global. La realidad es avasalladora. Por lo tanto, pensar en el último cuarto del siglo XX, cuando tuvo lugar el 25 de abril en Portugal, en 1974, seguido por la democratización de España y las revoluciones de liberación en el Este, en la década siguiente, así como en las revoluciones de democratización que se produjeron en distintas latitudes de la Tierra, constituye un recuerdo reconfortante. Dentro de unos meses se empezarán a conmemorar en Lisboa los 50 años de la Revolución de los Claveles. Fue una maravillosa revolución pacífica que cambió la sociedad portuguesa e influyó en otros cambios. Un ejemplo para el mundo. ¿Nos hemos vuelto tan locos ahora que ya no sabemos distinguir, en medio de la confusión de nuestro tiempo, a quienes merecen admiración de quienes no? Nos espera una dura prueba. Tenemos cuatro meses para demostrarlo.
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