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Columna
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Instagram y TikTok no son televisión

Una comunidad no son los usuarios de redes que comentan los bailes y dejan corazones, sino la que te busca cuando te vas al fondo

Un niño utiliza una aplicación de Meta en una tableta.
Un niño utiliza una aplicación de Meta en una tableta.Matt Cardy (Getty Images)
Marta Peirano

Mi generación también creció pegada a una pantalla. Pasamos del Un, dos, tres a Dallas y del Show de Bill Cosby a Sensación de vivir. Nos hicimos cinéfilos viendo Cine club y Qué grande es el cine. Nos hicimos modernos con La edad de oro y La bola de cristal. Entramos en Europa contaminados por la cultura pop anglosajona, segregados en siete tribus urbanas, soñando con vivir en Londres, Ámsterdam y Nueva York. Los noviazgos se volvieron relaciones, los bocatas, pizza. La noche de Todos los Santos se convirtió en Halloween.

Pero no había brecha catódica. La pantalla era un ritual colectivo; se veía en familia y, al llegar a clase, tanto profesores como alumnos habían visto lo mismo la noche anterior. Recuerdo vaciarse la piscina a las seis de la tarde el verano que estrenaron V: Invasión extraterrestre. Y el domingo que vi Cantando bajo la lluvia por primera vez, porque al día siguiente el colegio entero salió al recreo declamando frases de la descacharrante Lina Lamont. Ver Perdidos con el móvil en la mano para debatir teorías del espacio-tiempo parecía similar, pero no lo era. No era bajar al patio con los compañeros para hacer algo juntos, sino sentarse en el sofá para comentar en Twitter con miles de desconocidos a la vez.

Ahora todo el mundo acaba viendo las mismas series, pero nunca a la vez. La cultura del spoiler ha destruido incluso el placer colectivo de comentar. La red social no es un placer compartido, es una adicción individualizada global. Una adicción que te separa de tu familia, tus vecinos, tus compañeros y tus profesores y te conecta con una comunidad sintética, que no existe fuera de la plataforma, diseñada con el objetivo de extraer un beneficio económico de tu atención. Los documentos filtrados de Facebook demuestran que eran conscientes del daño que esa comunidad sintética provoca entre los adolescentes. Pero, como dijo la filtradora Frances Haugen, su avaricia es más fuerte que su preocupación.

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Dicen que es difícil demostrar que algo hace daño a la salud mental de un colectivo. No es verdad. Antes de que los fiscales generales de 41 Estados demandaran a Meta, las escuelas públicas de Seattle presentaron una demanda colectiva contra TikTok, Instagram, Facebook, YouTube y Snapchat, con una estrategia muy inteligente. Argumentaron que el deterioro en la salud mental de los estudiantes y el aumento de trastornos de comportamiento, incluyendo ansiedad, depresión, trastornos alimenticios y acoso cibernético, han complicado tanto la labor educativa que se han visto obligadas a invertir en profesionales en salud mental, planes de estudio específicos para proteger a los niños y entrenamiento específico para el personal docente. En otras palabras: las empresas tecnológicas explotan a los niños y delegan las externalidades a su verdadera comunidad.

La crisis existe y podemos afrontarla. Para hacerlo, necesitamos una educación y sanidad públicas fuertes, capaces de detectar, afrontar y corregir sus efectos. Necesitamos medios de comunicación sensibles, capaces de abandonar el oportunismo e informar con sensatez. Necesitamos instituciones fuertes, capaces de empoderar a las familias en su trabajo. Necesitamos estar a la altura y demostrar que una comunidad no son los usuarios de TikTok que comentan los bailes y dejan corazones. Es la que te busca cuando te vas al fondo y la que te lleva al médico cuando dejas de comer.

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