En la niebla de la guerra
Los enfrentamientos bélicos son ricos en atrocidades y pobres en certezas. Para eso existe la propaganda, una máquina de producir certidumbres que señalan aquello que debe desaparecer
La certeza nos devuelve una cierta ilusión de control. Cuando un hospital lleno de niños y ancianos es bombardeado, sentimos emociones tan intensas que intentamos controlarlas con ayuda de un relato. El más satisfactorio contiene tres certezas: causa, culpable y solución. Evolutivamente, esta clase de relato ha sido una herramienta de supervivencia, pero también de progreso. En este videojuego es imprescindible identificar el mecanismo que nos destruyó en la última pantalla, la bala que mató a nuestros padres o el animal que se los comió. Son certezas que necesitamos para superar los obstáculos. Cuando el juego es lo suficientemente complejo, también es necesario distinguir las estrategias buenas de las malas. La supervivencia nos permite seguir jugando. La resiliencia nos permite avanzar.
La moral es una herramienta de control colectivo. Nos ayuda a identificarnos con los valores de la tribu y rechazar a aquellos que amenazan su supervivencia o estabilidad. Aquellos que asesinan civiles, decapitan niños o bombardean hospitales llenos de personas indefensas son universalmente identificados como enemigos de la tribu. Peor aún: son tan peligrosos que nadie puede estar a salvo mientras sigan viviendo. Son, literalmente, monstruos: animales humanos, ratas, cucarachas, Untermenschen. La certeza de que han cometido deliberadamente el crimen es la prueba que demuestra su inhumanidad. Pero la guerra es rica en atrocidades y pobre en certezas. Para eso existe la propaganda, una máquina de producir certezas que señalan aquello que debe desaparecer. Luchar contra la propaganda significa renunciar a la certeza. Tenerla no implica necesariamente entender la realidad.
Tengo un amigo judío que vive con su familia en Tel Aviv. La pasada semana, intercambiamos análisis balísticos y forenses de sonido, debatimos mapas de trayectorias y reportes de daños. Nada parece convincente. Todas las fuentes están comprometidas. Extrañamente, la falta de certeza me exasperaba más que a él y se lo dije. Me respondió: “Estoy tan sediento de la verdad como tú, pero debo admitir que se ha perdido en la niebla de la guerra. Incluso si se encontrara, sería difícil saber cómo informaría cualquier decisión”.
Ayer, mi amigo visitó la tienda de campaña de protesta de las familias cuyos seres queridos han sido secuestrados en Gaza. “Fui allí con mi hija. Solo pensar en que ella pudiera ser secuestrada”, me dice, “y tiritamos los dos”. “Nuestros ciudadanos han sido abandonados dos veces por nuestro Gobierno y están siendo utilizados como peones y vilipendiados por la izquierda global, a pesar de que algunos de los secuestrados y los fallecidos han dedicado décadas de sus vidas a luchar contra la ocupación y han salvado literalmente decenas de vidas palestinas”. El partidismo de este conflicto le parece desgarrador y enloquecedor. Mi amigo es uno de esos judíos que ha dedicado buena parte de su vida a luchar contra la ocupación.
Dicen que nuestra resiliencia depende de tres cosas: agencia, sentido de pertenencia y consciencia de uno mismo. El poder de decidir la propia vida, de formar parte de algo y responder a los retos de forma consciente, sin actos reflejos, sin automatizar. Lo opuesto a la resiliencia es la autodestrucción. “No sé quién bombardeó el hospital”, me dice mi amigo. “Sé que quienquiera que lo haya hecho no lo hizo a propósito, pero fue lo suficientemente imprudente como para permitir que ocurriera. Esto significa que ambos lados son culpables y que el juego de culpar nunca acabará”.
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