Feijóo preferiría no hacerlo
El PP no ha sido siempre el partido reformista que todo partido conservador está llamado a ser. Ese espíritu de evitar el intervencionismo sigue vivo en una formación con menos hambre de poder que los socialistas
Menos marcadas por el cariño que por el pragmatismo, de las relaciones entre Feijóo y Rajoy solo saben en profundidad Feijóo y Rajoy. Allá por 2009 ambos se aliaron para jugársela. Feijóo necesitaba —con números muy malos— ganar en las gallegas. Rajoy necesitaba victorias legitimantes de su liderazgo. Aquella campaña se la repartieron: a Feijóo, muchacho de aldea, le tocó trabajarse al tejido productivo; a Rajoy, de estirpe altofuncionarial, hacerse el campechano con las pulpeiras. La campaña se la repartieron, pero apenas iban a coincidir: pragmatismo. El mismo que ha permitido al PP gallego ser una especie de iglesia uniata del PP nacional, pero capaz de atajar a Ciudadanos y a Vox: el gran activo moral de Feijóo en su desembarco en Génova.
Para leer la evolución de la derecha es interesante leer a Feijóo y a Rajoy. Los dos pertenecen a la escudería de Romay Beccaría, consejero espiritual del partido, hombre de conservadurismos pacientes; lejano de la guerra cultural. Feijóo tiene el gallego como lengua materna; a Rajoy no se le oirá más gallego que el necesario para decir “albariño”. Feijóo ha pasado casi toda la vida en Galicia; Rajoy, fuera de ella. El salto generacional se nota: Rajoy ganó una oposición estatal; Feijóo no pudo opositar, pero fue ajustado a funcionario en una leva autonómica. Rajoy huyó de Fraga, y Feijóo heredaría esa receta de homeopatía nacionalista que al PP solo le ha funcionado en Galicia. Los dos comparten algo importante: la derecha más mollar siempre les ha visto algo flojos. Los dos también comparten haberlo sabido y —escépticos de la capital— haber actuado como si no lo supieran. En fin: aquellas elecciones de 2009 se ganaron.
Feijóo y Rajoy tendrían en común el baldón que, durante el monocultivo socialdemócrata de los ochenta, era militar en la derecha. Tanto, que Feijóo votó PSOE, aunque la dulzura retrospectiva hacia los años de González es algo que hoy, en el PP, comparte hasta Rajoy. Al aterrizar en Madrid con el primer Aznar, los dos viven el fervor de unas transferencias competenciales que colmaron las expectativas de los propios nacionalistas. Eso tuvo algo de marcaje en la política: todavía son generaciones orientadas por el prestigio de la transacción. Su origen parecía acentuarlo: a Rajoy se le suponía, por supuestas afinidades periféricas, un mejor aterrizaje en el mundo catalanista. Y el propio Feijóo ha recurrido, hasta hace poco, al posibilismo de aquellos años: del “encaje” al “bilingüismo cordial”.
Como el de Romay o Rajoy, el de Feijóo es un conservadurismo no intervencionista: no creen que el papel de un Gobierno consista en imponer una agenda ideológica a los ciudadanos. Es un choque de mentalidades con los estirones morales que, notablemente desde Zapatero, ha propiciado la izquierda española. Una de las consecuencias de ese cierto espíritu evitativo de los líderes del centroderecha está en no haber encabezado, sino haber ido detrás de la izquierda en todos los debates, de política territorial a memoria o medio ambiente. El PP no ha sido siempre el partido reformista que todo partido conservador está llamado a ser. Ese espíritu evitativo sigue vivo en un partido con menos hambre de poder que los socialistas: muchos ni querían un discurso de investidura de Feijóo.
Por inclinación, el propio Feijóo preferiría el Pacto del Majestic, la concertación entre los dos grandes partidos; los equilibrios del Estado autonómico y los viejos pactos de un país de clases medias con una economía social de mercado. Pero Feijóo ya no puede ser Rajoy: ¡ni siquiera Rajoy pudo serlo! El 23-J fue tal trauma por una constatación trágica para el centroderecha: el fin de la creencia en que una mayoría de españoles, incluido el socialismo, estaba en esas mismas coordenadas. Ahora el PP sabe que ni el PSOE cuenta con él ni él puede contar con el PSOE; que se ha penalizado menos hablar con Bildu que hablar con Vox. Ya el poder no caerá como fruta madura; ya hay problemas que —como terminó por acusar Rajoy— no se arreglan evitándolos.
A Feijóo le espera gran dureza. Hecha la amnistía, el centroderecha afronta un guion negativo: no solo ser los perdedores, sino también ser los malos en un escenario que no tiene vuelta atrás y que se venderá como de concordia y reencuentro, con el aliento de una sensibilidad mediática y una clase intelectual cercana a la izquierda de Sánchez. La derecha, sin embargo, también puede mirar la realidad con una esperanza que el 23-J había taponado. Feijóo no gobernará, pero se ha ganado seguir. Su discurso ha servido para armonizar ánimos y anclar apoyos de las distintas familias del PP, así como para calmar los escepticismos de la opinión de centroderecha. Y ante los desgarros ideológicos del espectro de la derecha —comprendida la crisis de orientación de Vox—, ¿qué puede ser determinante? Un liderazgo personal, capaz de aportar esperanza y claridad, tranquilidad y solidez. De momento, el espíritu evitativo del PP parece alejarse, aunque la propia sensibilidad de Feijóo anduviera por ahí. En la percepción política lo que cuenta es saber por quién pasa el futuro, y hoy Feijóo tiene más futuro que hace unos meses.
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