Ser perra y apropiarse del insulto
No hagamos supremacías en el deseo. Y sobre todo, ¿qué haces hablando del mío? Seamos libres dentro y fuera de la cama, contra el Estado, ante el patrón y la patrona, en la calle y la frontera
Parece mentira que viviendo en Occidente y surfeando las olas turbias del feminismo excluyente, el racismo y la jornada laboral, aún tengamos las prietas del sur que salir a explicar nociones de primero de igualdad, como la poderosa reapropiación del insulto. Ya lo decía Itziar Ziga en Devenir perra, su biblia de las cuatropatas: “sólo se puede ser puta, perra o zorra cuando otro lo dice, no cuando una lo exclama”. Porque se arma un sindios. No salimos del lugar de espectadoras en el torneo del feminismo europeo contra el feminismo europeo. Hasta que salimos.
Hace unas semanas, en este mismo periódico, una mujer joven, marrón, latina y exputa se llamó a sí misma perra. Tokischa demostró que no necesitaba a nadie, menos a una periodista o a una revista de moda española, para inscribirse en sus propios marcos y lo hizo apuntalando la idea de perra como una condición más allá de lo sexual. Además, perpetró una crítica al sistema prostituyente. Pero el maternalismo se caracteriza por no escuchar a sus hijas. El feminismo civilizatorio las ve como ingenuas víctimas del sistema y de sí mismas.
Najat el Hachmi hace con las perras lo mismo que el feminismo blanco que ella internaliza con las feministas con pañuelo o las mujeres trans. O somos sometidas o somos hombres. Viene a decir en su columna: Si soy sexualmente libre no me llames puta porque puta solo hay una y es la esclava. A ese programa político no le busco matices. Tokischa habla en SModa de esclavitud laboral, pero a las abolicionistas no les gusta hablar de desigualdad económica porque entonces no serían las víctimas totales. Si algún día comieron mal, ya lo han olvidado. Miremos el racismo no solo en el ojo ajeno, que no vi rasgarse vestiduras cuando Rigoberta Bandini, feminista oficial, cantó “yo nací para ser perra”.
Cómo me gustaría vivir en un mundo en que las explotadas no señalaran a otras explotadas, pero vivo en éste. Autoproclamarse algo aquí en el reino de España, es decir, abrazar identidades que fueron opresiones y hoy son liberadoras, —incluyendo la del monstruo, la bestia, la mora, la puta, la sudaka y otras fijadas por el sistema como un tatuaje sangrante en nuestros lomos- trae disciplinamiento. Causa —y lo entiendo— incomprensión también de parte de las que siguen tratando de caber dobladas en las cajitas del uniforme y la asimilación.
Cuando la perra está de moda, la perrafobia da un brinco. “Incluso nuestra gente nos quiere poner candados en la boca”, advertía Anzaldúa y ante ello proponía: “oye cómo ladra el lenguaje de la frontera”. Yo oigo ese ladrido todos los días, no se me olvida que alguna vez salté el charco y tuve un bozal. Tanto aprendimos de las perras de las que habla Tokischa —de las remuneradas y de las no remuneradas— y de las perras vagabundas de nuestros barrios pobres y periféricos, que hoy no trataríamos de bestias ni siquiera a otras bestias. Las crisis —no conocemos otra cosa— nos enseñaron reciprocidad. La figura emblemática de la hembra dispuesta, por un lado; violada y apaleada por otro, es hace mucho tiempo un espejo de ternura radical. Vernos en la otra nos hace fuertes contra la manada de los perros nazis. En su cuento Bestias, la chilena Arelis Uribe describe el encuentro entre una chica —que sola y borracha quiere llegar a casa— con una perra empotrada furtivamente por un pastor alemán. Sabemos que ese par de perras se irán caminando juntas, pero sin ninguna correa que las amarre.
“Las mujeres podemos ser horribles”, dice uno de los personajes de Perras de reserva, libro de la mexicana Dahlia de la Cerda, que retrata varias “pinches perras” que remontan la violencia a su manera. La ecuatoriana María Fernanda Ampuero imaginó a una mujer salvándose de ser subastada gracias a la sangre de su lengua y a sus esfínteres brutalmente coordinados. No está escrito todo lo que es capaz de hacer una mujer para escapar de la violencia del macho. Pero está por escribirse.
Por eso, esta es una invitación a ser perras. A demostrar calentura y ojalá con la cajita registradora sonando enloquecida. No hagamos supremacías en el deseo. Y sobre todo, ¿qué haces hablando del mío? Seamos perras dentro y fuera de la cama, contra el Estado, ante el patrón y la patrona, en la calle y la frontera. Te invito a desoír los juicios conservadores de las nuevas libertarias. Y a salir, qué coño, reptando de la historia de la revolución sexual, de Foucault o de la libertad como privilegio. Quédense con sus teorías, que ya nosotras hacemos nuestras propias historias, sugiere la filósofa tucumana Carolina Meloni.
En los que Najat llama “pueblos en medio de la nada” brotan cada día semillas de revolución. A nuestras cachorras les enseñamos a respetar a las otras perras. Haga lo mismo. Llámenos como quiera, señora, pero con respeto. No me colonice usted también.
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