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Columna
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Inteligencia a secas

Los jóvenes tienen un reto por delante: salir vivos y felices del experimento social que se ha llevado a cabo con ellos en las últimas dos décadas

Un grupo de jóvenes interactúa con sus móviles.
Un grupo de jóvenes interactúa con sus móviles.santi burgos
David Trueba

La creencia de que la máxima forma de inteligencia es la bondad ha dejado de tener seguidores. La buena prensa de la maldad, cuando se la identifica como la suprema brillantez del listo, ha llevado incluso al triunfo político a los pillos y, por supuesto, a la primera fila de la narrativa social a los sádicos y los megalómanos. Es ahí y no en las formas evolucionadas tecnológicamente donde estriba el reto del futuro. Resultó chocante el caso de unos muchachos que habían empleado su ingenio para presentar desnudas a sus compañeras de clase, en una especie de fantasioso collage para bobos. Algunos de ellos, en un paso adelante más, incluso las trataron de extorsionar. Los chicos aprenden rápido de los modelos sociales, esos brutales chantajistas de éxito, los famosos disruptores que vinieron para saquear un modo de ganarse la vida asentado en formas artesanales de subsistencia. Tuvo gracia que sucediera en una comunidad autónoma que ha virado en las elecciones hacia una coalición cuya más sonora reforma educativa consiste en rechazar la formación sexual. Porque la verdadera clave del asunto no es la tecnología disponible ni la pornografía de fácil acceso en la Red, sino la carencia de formación emocional de los chicos.

Por más que nos indigne que los niños tengan al alcance de la mano una paleta digital que ni los forma ni los reta, sino que los convierte en agresivos individualistas, el meollo de la cuestión apunta hacia otro lado. La educación sentimental es un esfuerzo colectivo, pues los jóvenes resultan salir a imagen y semejanza de lo que se impone como admirable, como modélico. Aquí la tremenda obsesión generalizada por identificar éxito con dinero y belleza con el contorno físico nos puede estar llevando a un callejón sin salida. La agresividad de los chicos contra sus compañeras responde a un discurso parcial de algunos adultos, que dicen encontrarse sofocados por las reivindicaciones de igualdad. Habría que preguntarles qué es lo que los asfixia realmente, si la denuncia de ciertos comportamientos que ya no se asumen por inercia o algo más grave, el temor a que queden expuestos sus propios desmanes del pasado.

Los jóvenes tienen un reto por delante. Salir vivos y felices del experimento social que se ha llevado a cabo con ellos en las últimas dos décadas. La prueba consistía en sumirlos en un escaparate perpetuo en el que se premia la ambición bocazas por encima del esfuerzo callado y la dictadura de la apariencia por encima de la aceptación propia y ajena. La sociedad asiste perpleja a criaturas que vuelcan la frustración personal en el acoso al otro, pero debería quizá preguntarse por qué lleva 20 años entronizando a desafiantes energúmenos. Si quizá alguien volviera a insistir en las ventajas inmensas que se obtiene al intentar ser buena gente, podríamos encarar el futuro con un poco menos de sobredosis de individualismo depredador y algo más de conciencia colectiva. Pero el atropello comenzó cuando se inventó eso del buenismo. Ante el miedo a quedar de cursi misionero y moralista almibarado no parecía elegible otra opción que echarse al bando de los abusones. Salirse de la manada era esto, ni más ni menos que recuperar la inteligencia para servir a algo sólido y compartido.

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