Tener agallas
Los pronunciamientos de esta época buscan o sacudir al adversario o reforzar con música de violines lo que hace uno de los nuestros. Frente al desafío de ocuparse de lo que hay, mostrar el valor
Cuando estás fuera, el ruido de la política española suena amortiguado. Sigue habiendo algo de bocinazos, de coros de plañideras, de aplausos de los entusiastas, pero todo ese revuelo baja de intensidad al reducirse el volumen. Y lo que produce es una especie de melancolía o de abotargamiento que conduce a la estupidez. No hay manera de explicarse cómo suceden las cosas, ni de entender qué pretenden los partidos políticos. O, mejor dicho, parece como si el guion estuviera ya escrito. Es lo que ha ocurrido con la investidura de Alberto Núñez Feijóo, que los periodistas te la habían contado antes de que tuviera lugar. Lo que cambió un poco fue la puesta en escena, pero los detalles de última hora no alteraron el fondo de la crónica anunciada. Nada nuevo bajo el sol; los hechos parecen perfectamente previsibles. Solo que vienen envueltos de mayor inquina y alimentados con viejos resentimientos. Puesto que se sabía el resultado, los diputados pudieron haber mostrado sus posiciones y desplegado sus argumentos, pero el Partido Socialista eligió la bronca.
Hay una corriente de fondo que marca nuestro tiempo, y esto sucede en todas partes, que tiene que ver con una progresiva sentimentalización de las sociedades y con una llamada permanente a intervenir en lo público. Pero de aquella manera: en las redes sociales y en tonos arrebatados. No es que se produzca lo que decía Cyril Connolly que le ocurría a George Orwell, que todo lo llevaba a la política: “No podía sonarse la nariz sin hacer un discurso sobre las condiciones laborales en la industria del pañuelo”. Los pronunciamientos de esta época tienen otra vocación: sacudirle al adversario o reforzar con música de violines lo que hace uno de los nuestros. Cuando Isaiah Berlin se ocupó de los románticos, señaló que lo que pretendían era darle mayor relieve a “la pureza de corazón, la inocencia de la intención, la sinceridad de propósito” y que no les importaba tanto “obtener la respuesta correcta”. O lo que es lo mismo: frente al desafío de ocuparse de lo que hay, mostrar que tenían agallas.
Algo de eso ha ocurrido estos días. A Feijóo no le salían los números, pero acudió al Parlamento para mostrar su “sinceridad de propósito”, quiso explicar que tenía un plan, y lo desgranó con más o menos acierto, pero lo que pretendió, sobre todo, fue dejar claro que él estaba del lado bueno de la historia y que en ningún caso aceptaría las condiciones de los independentistas. Y se trajo la propuesta de incluir un nuevo delito en el Código Penal, el de “deslealtad institucional”. No lo explicó, para qué; lo que quería decir es que los suyos son, desde luego, los leales. En vez de responder a su proyecto, Pedro Sánchez mandó a uno de los diputados con más arrestos de su partido a que le diera duro al pretendiente. Y, mientras tanto, el líder de ERC y president de la Generalitat, Pere Aragonès, decía en Cataluña que convenía irse ocupando ya de la autodeterminación, dando por hecho que ya está descontada la amnistía.
Aunque lo cierto es que nada se sabe de lo que pueda ser esa amnistía. Pero ya se empuja para saltar a otra casilla, y un día podría estar hecha sin pasar por grandes debates ni tratarse en el Parlamento. Tener agallas, de eso se trata. Si metes mucha presión por otro lado, lo que habría que explicarse y argumentarse queda desdibujado por las urgencias. Pero no son maneras. No deberían serlo.
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