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TRIBUNA
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Soberbia europea

Todo sería distinto si los Estados de la UE entendieran que compartir un espacio común es sinónimo de una política migratoria común. De lo contrario, seguiremos con escenificaciones vacías como el viaje de Von der Leyen y Meloni a Lampedusa

Giorgia Meloni y Ursula von der Leyen, durante su visita el día 17 a Lampedusa, en una imagen facilitada por el Gobierno italiano.
Giorgia Meloni y Ursula von der Leyen, durante su visita el día 17 a Lampedusa, en una imagen facilitada por el Gobierno italiano.FILIPPO ATTILI (EFE)
Blanca Garcés Mascareñas

Ni los motores del avión pararon. En una visita relámpago a Lampedusa, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, escenificaron una vez más la respuesta europea ante la inmigración irregular. Lo más llamativo fue lo que no pasó. Ni un gesto, ni unas palabras, ni una mano a los miles de personas migradas que se hacinaban en el centro de recepción de la isla. Ni tan solo para la foto. No es casualidad, es parte del mensaje: Europa se muestra indiferente ante lo que ya no duda en calificar como cuerpos a disposición de las redes de traficantes o en manos de los gobiernos autocráticos en su “guerra híbrida” contra Europa.

La soberbia es grande y, más allá de las formas, es parte fundamental del problema. Porque si Europa escuchara, y se escuchara, la respuesta sería muy distinta. Si escuchara qué dicen las personas migradas recién llegadas, sabría que los temidos traficantes no son la causa, sino tan solo el medio. No es que los migrantes vengan engañados. Saben muy bien qué riesgos les esperan. Por eso, las campañas informativas financiadas por la Unión Europea en África no funcionan. La investigación académica lo demuestra una y otra vez. A pesar de ello, es uno de los diez puntos propuestos como solución por Von der Leyen. No vienen porque no sepan; vienen porque no ven alternativa.

Si la Unión Europea escuchara qué está pasando en los países de origen y tránsito, también matizaría sus palabras. Los países vecinos no quieren ser simples subcontratas de las necesidades y miedos europeos. Si colaboran, es porque quieren algo a cambio y no solo dinero. El reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental es el mejor ejemplo. Aceptar ese “intercambio de favores” no quiere decir que estén dispuestos a todo. Una cosa es limitar las salidas, cuando convenga y siempre de forma condicionada, y otra, muy distinta, aceptar los retornos. Meloni recordaba el día 17 desde Lampedusa que “el objetivo deben ser las repatriaciones, no la redistribución de los migrantes”.

Sin embargo, con menos soberbia quedaría en evidencia que las repatriaciones no son posible sin la colaboración de los países de origen. Es un principio básico de la soberanía territorial de cualquier país. No pasa ni dentro de la UE, donde Italia ha dejado de aceptar los retornados por parte de Alemania bajo el sistema de Dublín. Este soñado retorno es más difícil aún en países donde estas políticas tienen más costes que beneficios. ¿Qué Gobierno está dispuesto a renunciar a las remesas de la inmigración y a arriesgar ponerse en contra a la opinión pública y los países vecinos (cuando las repatriaciones afectan a sus ciudadanos)? Los números son muy claros: en la Unión Europea, menos del 10% de los migrantes africanos con orden de expulsión son finalmente retornados.

También las proclamas sobre la inmigración irregular serían distintas si los gobiernos escucharan a sus propios letrados. Muchas de las propuestas presentadas como la solución son directamente inviables, no solo a efectos prácticos (que también), sino porque quedan inmediatamente bloqueadas en los tribunales. Así pasó con los famosos retornos de sirios del uno por uno bajo el acuerdo entre la UE y Turquía. También lo vimos con las propuestas de externalizar las peticiones de asilo con solicitantes que ya habían llegado a Europa. Ahora vuelve a suceder, con Meloni pidiendo una “misión europea naval” que impida las salidas y retorne a los migrantes a países que difícilmente pueden ser catalogados de seguros. El principio de no devolución, reconocido en la Convención de Ginebra, directamente lo impediría.

Finalmente, todo sería distinto si los Estados miembros dejaran de mirarse a sí mismos y entendieran que compartir un espacio común es sinónimo, indefectiblemente, de una política migratoria común. De lo contrario, seguiremos con esas escenificaciones vacías, con acuerdos que nunca se acaban de materializar, con acusaciones mutuas y recelos crecientes. El coste es inaceptable. Por un lado, esta gesticulación inerte tiene un efecto directo sobre las vidas de las personas migradas, empezando por el abandono de aquellos cuya protección es obligación directa del Estado. Por otro, a nadie se le escapa que la disputa entre los Estados miembros, junto a las imágenes de centros saturados y el incremento del número de llegadas, son el mejor caldo de cultivo para la extrema derecha. También cuando esta misma extrema derecha, como en Italia, está al mando.

No es que no haya solución; es que no la hay ahí donde la buscamos. La respuesta europea a las llegadas irregulares es más que errática. Desde su soberbia, la Unión Europea se empeña en repetir fórmulas que poco tienen que ver con la realidad. No es una cuestión de falta de conocimiento, los números lo dejan claro. Meloni decía desde Lampedusa que “el futuro de Europa se juega aquí”. En eso, tiene toda la razón, aunque ella, junto al resto de mandatarios europeos, siga dando palos de ciego.

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