Mi lengua, sus dialectos
Comparado con otros referentes en el mundo, se podría decir que las lenguas de España resultan, bastante más gestionables, y que convertir en conflicto su coexistencia encierra cierto ombliguismo
Los nueve millones de habitantes de Papúa Nueva Guinea suman más de 840 lenguas, y su Constitución (1975) reclama que el Estado debe lograr la alfabetización universal en tres de ellas: el inglés, el tok-pisin y el hiri-motu. Tanto el pisin como el motu tienen una peculiaridad: son lenguas de origen pidgin, es decir, surgidas en contextos jerárquicos y multilingües, sin idioma común, en los que se conforma un nuevo sistema oral que, normalmente, mezcla el léxico básico de la lengua de los dominantes (inglés) con estructuras gramaticales de las lenguas de los dominados (varias lenguas polinesias en el caso del pisin, la lengua oceánica motu en el hiri motu). Cuando una lengua pidgin tiene hablantes nativos pasa a denominarse criollo y, si tiene el respaldo político necesario, puede estandarizarse (con gramáticas y diccionarios que fijan una de sus variedades), para, posteriormente, transmitirse en enseñanza reglada, construir el cuerpo de textos escritos que constituye la memoria cultural, y convertirse en lengua oficial de un Estado.
El caso no es excepcional. La Constitución de Nigeria (1999) —con más de 250 grupos étnicos y más de 500 lenguas—, reconoce el inglés como lengua oficial y la posibilidad de utilizar el hausa (lengua afroasiática), el igbo o el yoruba (ambas de la familia benué-congo, pero de diferentes subfamilias) en la Asamblea Nacional. Por su parte, Bolivia reconoce en su Constitución (2009) la oficialidad del castellano junto a otras 36 lenguas. Los ejemplos son múltiples. Los procesos de descolonización del siglo pasado evidenciaron el problema de la selección de lenguas oficiales en los nuevos Estados, por lo que es normal que las lenguas coloniales (indoeuropeas románicas o germánicas) aparezcan como lenguas de poder; pero la situación se ha repetido en todos los imperios de la Historia, que han ejercido sus políticas lingüísticas relegando las lenguas de los invadidos a situaciones diglósicas (borrándolas del uso institucional), cuando no persiguiéndolas o, directamente, exterminándolas.
Observando referentes como estos, se diría que las lenguas de España resultan, súbitamente, bastante más gestionables, y que convertir en conflicto su coexistencia encierra cierto ombliguismo y falta de voluntad. De los 48,3 millones de españoles que, según el INE, integramos el país, 19,6 pertenecen a comunidades bilingües, y la cifra supera los 22 millones si incluimos las comunidades aragonesa (con el aragonés, y también hablantes de catalán), castellano-leonesa, extremeña y asturiana (asturiano), o variedades como el occitano aranés, la fala extremeña del valle del Jálima, el árabe rifeño de Ceuta o el bereber tamazig de Melilla. Todo ello sin incluir otras lenguas que son lengua materna de ciudadanos españoles de origen migrante (rumano, árabe…). No obstante, la mayoría de las instituciones estatales refuerzan la idea de un país monolingüe, en que la presencia de otras lenguas parece relegada a curiosa anécdota folclórica.
La lengua es un elemento esencial en nuestra identidad como seres humanos, y eso explica la visceralidad que despierta. Como, además, la lengua integra la experiencia individual de cada uno de nosotros, cuesta aceptar que nuestra interpretación pueda ser errónea, y que exista un saber objetivo sobre ella, especialmente si ese saber es contrario a nuestras intuiciones. Unas intuiciones normalmente impregnadas tanto de clasismo como de autoestima, que se pueden resumir en el axioma “mi lengua, tu dialecto”, y cuya representación más clara es esa que sitúa “el mejor español” en el centro-norte peninsular, obviando que el español tiene la mayoría de sus hablantes en Latinoamérica. Aunque no es un clasismo privativo del español; muchos hablantes de valenciano pretenden que la variedad de la ciudad (el apitxat) es “la correcta”, y exactamente lo mismo ocurre respecto al barceloní, por ejemplo, y el resto de variedades catalanas.
Por supuesto, todos queremos que la nuestra sea una lengua de primer nivel; no es casualidad que “chabacano” sea precisamente el nombre de un criollo filipino (léxico español, gramática tagala y cebuana), cuyos hablantes sienten que esa lengua suya no acaba de ser ni una cosa ni otra. Pero lo cierto es que todos hablamos dialectos. Por eso los lingüistas utilizamos más el concepto de “variedad”, porque para la lingüística no hay lenguas mejores ni peores, aunque los sociolingüistas sí deben considerar siempre estas percepciones y, especialmente, sus frecuentes connotaciones políticas.
Además, la distinción de lenguas y dialectos afecta a las denominaciones de las lenguas, constantemente instrumentalizadas a partir del matiz identitario. Los valencianos acumulamos décadas, si no siglos, de experiencia en el tema. Pero, de nuevo, ampliar la mirada ayuda a relativizar, especialmente cuando observamos que casi todas las variedades tienen más de un nombre, y que es frecuente que algunos encierren matices peyorativos. Así, en 1977 el Primer Congreso Circumpolar celebrado en Alaska acordó que el término “esquimal”, que significa “persona que come pescado crudo” (aunque hay otras teorías), fuera reemplazado por “inuit”, que significa “seres humanos”. La historia de los glotónimos está llena de casos similares.
En España, gran parte de la beligerancia que despiertan muchos glotónimos (“catalán” para la lengua de mallorquines y valencianos; “asturleonés”, “bable” o “mirandés” para el asturiano; “castellano” para el español) se basa en la falacia decimonónica que establece correspondencia biunívoca entre lengua y nación. Una falacia que entronca con otros prejuicios igualmente poco realistas —como pretender que la gramática de nuestra lengua materna condiciona nuestra cosmovisisión—, que tienen notable atractivo estético, pero que simplemente no reflejan la realidad. El inglés, el español, el árabe o el ruso, ejemplifican perfectamente que una lengua no corresponde a una nación, pero este prejuicio alimenta aún muchas actitudes lingüísticas.
Sin duda, llevar el multilingüismo español al Congreso puede ser un paso significativo en la visualización de las lenguas, pero es una decisión que —como tantas— afecta básicamente al terreno simbólico. Existen otros espacios de comunicación en los que el Estado puede demostrar su respeto a las lenguas maternas de muchos españoles: los mensajes gubernamentales en redes y en medios, los currículos escolares, los textos explicativos de las exposiciones financiadas con los Presupuestos Generales… hasta el nombre de monedas y billetes. Resulta sin embargo elocuente, por desproporcionado, que el PERTE de la lengua, que sin duda recoge una iniciativa brillante para potenciar en la economía digital la cuarta lengua internacional, el español, dedique a las otras lenguas oficiales 30 de sus 1.100 millones de euros.
Termino con un concepto clave, el de bilingüismo pasivo (llamado a veces sesquilingüismo), que es especialmente relevante en contextos de lenguas tipológicamente próximas (en España solo el euskera es lengua ajena al grupo románico). Se trata de una situación en la que cada uno habla su lengua pero entiende la del vecino, lo cual resulta compatible con una reivindicación de derechos sobre lo que uno habla, respetando lo que habla el otro; es una situación bastante natural no solo en las familias multilingües sino en todo el mundo. Frente al “¡háblame en cristiano!”, penosamente frecuente en ciertos contextos de nuestra geografía (y no solo en hispanohablantes), es seguramente más eficaz, y más democrático, un “¿puedes hablarme más despacio?”, que es, por cierto, lo que tendemos a pedir en Italia, Francia o Portugal cuando estamos de vacaciones. Porque en este tema, como en casi todos, se distingue claramente entre quienes defienden poder hablar su propia lengua, y quienes pretenden decidir la lengua que deben hablar los demás.
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