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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El valenciano: una herida convertida en éxito

La escritora Bibiana Collado Cabrera recuerda la emoción de sus padres, inmigrantes andaluces en Borriana, cuando la escucharon hablar la lengua autóctona en un momento en que la lengua vuelve al centro del debate político en la Comunidad Valenciana

Un almacén de manipulación de naranjas.
Un almacén de manipulación de naranjas.Rafa Alcaide (EFE)

Nací en 1985 y soy de Borriana, pero de padres andaluces. De Almería, para ser más concretos.

Siempre que señalaba mi origen, corría a apostillar la procedencia de mis padres, como si tuviera que justificarme, como si temiera que mis interlocutores fueran a descubrir una falla. Me pasaba, sobre todo, cuando me expresaba en valenciano. Como si la lengua fuera una herida. Quizá por eso me decidí a estudiar Filología: para entender la brecha, para curarla con la saliva del conocimiento.

Qué pena que estemos viviendo una situación en la que se pone de nuevo en duda precisamente eso: el conocimiento, y en la que se pretende desvirtuar la enseñanza de la lengua en nuestro sistema educativo. Qué tristeza seguir convirtiendo este tema en un problema cuando, en realidad, nunca lo fue.

Pero yo no he venido aquí para hablaros de tristeza, sino de alegría. Me gustaría contaros cómo esa herida mía acabó convirtiéndose en un éxito, el de mis padres, el de toda una generación de emigrantes.

Retroceded en el tiempo conmigo:

Era habitual que fueran a vendimiar en algún lugar cerca de Perpiñán. Muchos se quedaban. Ellos se establecieron en Elna. Imaginaos a un grupo de muchachos, tienen entre 17 y 22 años, son primos hermanos. Tienen hambre metáforica y real. Trabajan en lo que surja. Alguno se apunta a una academia nocturna para estudiar francés, pero está demasiado cansado. Lo cierto es que en aquellas tierras lo que aprendieron fue catalán. Los años brotaban y caían como en un salto de agua. Uno se echó una novia de allí, fue el que se quedó para siempre. Los demás mantenían los noviazgos que habían dejado pendientes, avivados cuando volvían en vacaciones y sostenidos con paciencia y muchas cartas el resto del tiempo. Mi padre regresó para casarse con mi madre y, a las pocas semanas, cargaron un coche hasta los topes y se dispusieron a empezar de verdad su vida matrimonial al otro lado de la frontera. No faltaba trabajo -aunque no fuera el soñado-, ni fuerza, ni ganas. Ya sabéis, la juventud es mágica. Pero llegaron los primeros hijos y se les resquebrajó la identidad. Cuando nació mi hermana, decidieron volver. Se dieron un año para ver si las cosas iban bien. Si no, cruzaban de nuevo al norte. Almería seguía siendo seca y difícil. Aunque la añoraban, decidieron buscar tierras más fértiles. Aquel grupo de muchachos, que ya eran hombres, se desgranó desde Perpiñán hasta Valencia, pasando por Mallorca.

Cerdanyola del Vallès, Lleida, Felanitx o Borriana son algunos de los lugares donde se asentaron. Resulta curioso cómo, desde su condición de forasteros y ajenos a las polémicas lingüísticas, identificaron con tanta claridad a Cataluña, las Islas Baleares y la Comunidad Valenciana como partes de una unidad lingüística. Cada vez que tengo que defender con todo mi arsenal filológico que el valenciano y el catalán son la misma lengua, me acuerdo de ellos, de la naturalidad con que un grupo de almerienses que sabía leer y escribir malamente se dio cuenta de esta realidad sin que nadie tuviera que explicársela. He tenido que escribirlo en una novela, Yeguas exhaustas, para darme cuenta de la enorme relevancia que este hecho tenía.

Esos hijos que los habían hecho regresar tuvieron también hijos e hijas que transformaron la onomástica familiar de una manera orgánica y hermosa: los Antonios, las Dolores o las Marías se convirtieron, poco a poco, en Mireias, Marcs y Laias. Pero todo eso fue mucho después. En medio estábamos nosotras, estaba yo: esa primera generación nacida fuera de Almería.

Mis padres, como tantos otros, se incorporaron al trabajo en el campo, en los almacenes de cítricos, en las azulejeras... comenzaron a utilizar de una manera desprejuiciada la lengua, sin ser demasiado conscientes de los usos que empleaban. Llegaron a desarrollar un modo de expresión híbrido, basado en lo temático -o quizá debería decir en lo afectivo-: mi padre, por ejemplo, utilizaba el castellano si hablaba de almendros y el valenciano si hablaba de naranjas.

Así que podemos decir que tuvieron muchos problemas en su nueva vida, pero la lengua no fue uno de ellos. Sin embargo, esa manera espontánea de hablar que me parecía tan admirable en mis padres se convirtió en un nudo para mí. Nosotras, que ya habíamos estudiado valenciano en el colegio de monjas en que nos metieron, deberíamos haber hecho uso de la lengua con mayor soltura y propiedad. Pero la verdad es que nos mostrábamos indecisas, sentíamos vergüenza. Esa inseguridad nos delataba. Temíamos que la lengua descubriera nuestro origen (no solo como emigrantes, sino como hijas de los de abajo).

El nudo es complejo y tardó años en resolverse -de todo eso hablo en la novela que ya os he citado antes-. No obstante, en mi historia hubo una etapa clave: el salto a la educación pública para estudiar Bachillerato. Fue allí donde empecé a entender todo lo que implican las lenguas, cómo construyen nuestra identidad, cómo inventan el mundo y lo agrandan. Siempre estaré agradecida a aquellos chavales que se encargaban de la revista del instituto y que, en la primera reunión del patio en la que me animé a intervenir en valenciano, me sonrieron con complicidad y alegría verdadera. No les hizo falta decir nada.

Por aquella época yo tenía un mejor amigo que venía algunas tardes a estudiar a mi casa. Lo habitual es que mis padres no estuvieran -trabajaban tantísimas horas-, pero un día llegamos y los encontramos allí. Solíamos colocarnos en la mesa de la cocina. Mi madre preparaba algo en una olla y mi padre hablaba con ella. Iban al notario a aclarar unos papeles, nos dijeron. En seguida se marchaban y nos dejaban tranquilos. No conocían a Salva, mi amigo, pero como siempre ha sido un chico muy salao, él mismo se presentó. Lo hizo en castellano, le debió de parecer que era lo adecuado. Justo después se giró hacia mí, cambió de lengua y comenzó a comentar cuestiones de clase. Yo le contesté también en valenciano, sin pensarlo demasiado, y me puse a explicarle algo del temario. En un momento dado me di cuenta de que mi padre nos estaba observando con atención. Se acercó lentamente a mi madre, que estaba de espaldas a nosotros, y le dio un ligero codazo para que se girara mientras nos señalaba.

A pesar de que no creo que quisiera que yo le escuchara, pude oír con toda claridad cómo le dijo: “María, ahora sí, lo hemos conseguido”.

Bibiana Collado Cabrera es filóloga, profesora, poeta y novelista, autora del libro ‘Yeguas exhaustas’ (Pepitas de calabaza).

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