Cien años de Mutis…oledad
Mutis es de los raros y exquisitos escritores que pasan con elegancia y éxito verbal de la poesía a la prosa
Érase un hombre a un olfato pegado, un olfato descomunal para pigmentar la vida y sus circunstancias con el soberbio perfume de la poesía. Su nariz olía versos en las flores y los paisajes de su infancia, el sutil desvelo de un párpado sin maquillaje y la lenta exhalación vaporosa de un anónimo buque carguero. Se llama Álvaro Mutis y según las enciclopedias hoy cumple un año de navegar los primeros cien años de su eternidad, en su centenario de gloria recién cumplido en agosto pasado.
Érase una voz que merecía congelarse en cápsulas del tiempo y una sonrisa contagiosa y señorial que iluminaba todos los espacios que ocupaba con sus versos y la intachable majestad de su presencia.
En particular, subrayemos que Mutis es de los raros y exquisitos escritores que pasan con elegancia y éxito verbal de la poesía a la prosa. Tengo para mí que el elevado ejercicio de escribir Intermezzos de poesía en prosa o cuentínimos con toda la barba sirvieron de puente para que el Gaviero que habitaba ya sus poemas perfectos se lanzara a la mar inmensa de la novela. Siete novelas como los siete mares cuyos títulos no reproduzco aquí para tentar a lectores que aún no gozan del placer de un contador de historias que supo hilarlas de manera genial desde los títulos de cada una de ellas.
Entre muchos benditos regalos que le debo a Diego García Elío está el prodigioso instante en que me presentó con Álvaro, quizá sabiendo que se fincaba un amistad entrañable y la maravillosa triangulación que ocurre también con el billar de carambola… a tres bandas. Por lo mismo, el tiempo me permitió florecer en íntimas complicidades y diversas sobremesas con Mutis y sobre su vida y andanzas con Gonzalo García Barcha, Philippe Ollé-Laprune, Juan Villoro y otros varios cercanos devotos y discípulos de un navegante de libros, monárquico empecinado en que después de la toma de Constantinopla no había nada qué narrar de la historia universal, aunque se sabía de memoria campañas y batallas de Napoleón, coros y verbenas de la serena ortodoxia rusa y no pocas bibliotecas memorizadas que lo llevaron a vivir una vida leyendo y bogando en el ancho mar de esa suerte de creación artística que se revela hasta en la forma de vestir, en la sobremesa y conversación que se alarga, en los paseos por bosques ignotos y en el recorrido de toda melancolía sabia. Mutis llevaba su infancia en Bélgica y la magia de su niñez y adolescencia en el paisaje al óleo de Colombia, así como el mural inmenso de su amor y raíces en México.
Álvaro Murtis y Gabriel García Márquez supieron ejercer una amistad ejemplar: en más de seis décadas de carcajadas y complicidades jamás discutieron sobre tema alguno y nunca de los nuncas se pelearon. Mutis estaba con Gabo desde los gélidos tiempos del indocumentado en París, los ojos de perro azul y las tribulaciones y pendencias de un periodista que ya soñaba con inundar el mundo con una inmensa selva inabarcable de ficción pura, pura imaginación envuelta en memoria para una estirpe que —como esos dos amigos— ha de vivir solamente una vez el milagro de un siglo de soledad… acompasada o acompañada, porque cuando el Nobel de Gabo allí estuvo también Mutis y cuando todos los Mutis se fueron poco a poco multiplicando en siete novelas y reconocimientos de prestigio para cada uno de sus poemas, allí estuvo Gabo: en el Premio Cervantes de Mutis y el Premio Reina Sofía de Poesía en España y el Grinzane-Cavour y la Rossone d’Oro en Italia… juntos dos escritores amigos incluso cuando no estaban juntos y su herencia ha florecido en la bendita manía de quienes sean capaces de esperar cualquier amanecer cantando la vida, recitando de memoria, leyendo sin tiempo, releyendo a placer y escribiendo un día sí y otro también las páginas perfectas donde siguen juntos.
Mutis amigo entrañable de Carlos Fuentes y de Octavio Paz, de coloquios y convenciones, conversaciones y coincidencias; Mutis recomendando películas como proyeccionista y hablando de música con tal afinación que los manteles hacían eco de sonatas y una que otra sinfonía.
Mutis habito el Palacio Negro de Lecumberri, preso por haber ayudado a poetas desprotegidos y autores en desgracia con dineros de la empresa donde trabajaba en Colombia. Fue apresado al llegar a México, quizá nunca mejor dicho pues en tierra azteca fincaría las anclas volátiles de su vida en cuanto recuperó la libertad que en realidad no lograron cegarle los barrotes de las crujías. Mutis habitó México entero porque realmente quedó preso de la música, sabores, ánimos y neblinas que nos hermanan con Colombia desde siempre y Mutis supo además ejercer la serena bondad de ayudar a neófitos y principiantes: me corrigió un cuento titulado Las vías del olvido que debería volver a publicarse con una nota al pie que subraye que si algo tiene de bueno se debe a que pasó por los ojos de una inmensa nariz de sabueso, amable hasta en el ligero regaño y luminoso en cada observación.
Amigos esporádicos y ocasionales parece más bien asiduo y semanal las infinitas veces en que abrevé de su sabia amistad e intentar también por lo menos otra triangulación al presentarlo con Antonio Muñoz Molina en una FIL de Guadalajara. Hubo también una tarde inolvidable en que comenté con él su magistral trabajo como narrado en off de la serie Los Intocables de Elliot Ness, donde su voz imprimía colores a la pantalla en blanco y negro en la versión en español, mientras que la serie original en inglés no tenía el chispazo poético del narrador Mutis… pensador Mutis… poeta y paseante Mutis… Hago Mutis aquí, no sin antes celebrar sus 100 años de grandeza, un siglo de vida multiplicada en sus letras y 100 años de esa rara manera con la que de vez en cuando el amor —o la amistad— alivian y al mismo tiempo alientan nuestra soledad.
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