Eco de golpe
El comando terrorista logró colar una bomba en el automóvil de Letelier y detonarla en pleno corazón de la capital del Imperio
Mi padre nos llevó en coche, bordeando el río Potomac a las inmediaciones del conjunto llamado Watergate. La fama de esa arquitectura se fincó por el hundimiento de Richard Nixon, pero estas líneas quieren evocar el alcance de las garras del Mal con mayúscula, el eco de un golpe de Estado que ahora cumple medio siglo y que en círculos concéntricos afectó y atentó contra toda una generación de hombres y mujeres, así como contra la idea misma de la cordura.
Mi padre aprovechó su carnet diplomático y caminó de la mano de mi hermana, unos pasos por delante de mí sin explicarnos qué hacíamos allí. ¿Por qué habíamos aparcado el coche lo más cerca posible de la estatua de Benito Juárez que señala por los siglo de los siglos One Way con el índice extendido y por qué mi madre se había quedado en el auto? Había ruido de patrullas y cintas amarillas que acordonaban los despojos de un auto destrozado; había una fila de curiosos y la estela de un camión de bomberos que se alejó al tiempo en que los detuvimos ante una valla para que mi padre se soltara a llorar.
Mi papá fue amigo de Orlando Letelier desde los tiempos en que recién se había creado el Banco Interamericano de Desarrollo, unidos por su compartida vocación de economistas pero también por la sintonía de sus respectivas músicas y lecturas, sobremesas interminables y esa camaradería no exenta de variadas ilusiones que apuntala los mejores afectos. Verdadera amistad que se mantuvo incluso cuando el Güero Letelier se incorporó al gobierno del presidente Salvador Allende en 1971 como embajador (dando la cara a los gringos más enfurecidos por la nacionalización de la minería del cobre y estaño. Letelier fue posteriormente ministro de Relaciones Exteriores, ministro del Interior y ministro de Defensa al momento del nefando golpe sangriento encabezado por el traidor general Augusto Pinochet.
Orlando Leteleir fue el primer miembro del gobierno de Allende en ser detenido cuando el golpe, la nube de pólvora y el desconcierto, los aviones bombardeando el Palacio de la Moneda, las últimas palabras de Allende, los cientos de detenidos y desaparecidos, el estadio como cárcel, la tortura como diversión, la crueldad y la saña, la sangre y el eco de eso que sigue resonando incluso hoy cuando se han enrevesado y trastocado tantas etimologías: ¿es creíble que la izquierda latinoamericana tenga ahora como paladines en palacio a dementes como Daniel Ortega o desvariados como Nicolás Maduro?
Párrafo aparte merece la sombra imborrable de los generalotes en blanco y negro, las gafas oscuras de Pinocho frente a su cuadrilla de asesinos; las hiladas historias de torturados sin piedad alguna, los culatazos de conciencia, la Isla Negra del Poeta al filo de la muerte, la lengua de Víctor Jara y mi padre llorando… en fin, en el dolor que guía estas líneas falta escribir que a Orlando Letelier lo torturaron en la Escuela Militar Bernardo O’Higgins y llevado finalmente al campo de concentración del estrecho de Magallanes llamado Isla Dawson; de allí fue luego hacinado en las mazmorras subterráneas de un campamento militar en Valparaíso.
Gracias a una intensa campaña de solidaridad y no pocas extenuantes negociaciones con mandriles, gorilas y orangutanes de uniforme militar, Orlando Letelier logró salir al exilio a Venezuela y volver entonces a Washington, D. C. y sólo recuerdo que al reencontrarse con mi padre en una comida de callado júbilo tuvo el hermoso gesto de regalarme como adelanto de mi cumpleaños un balón de fútbol (soccer) deporte que ese antaño sólo jugaban las niñas en mi bosque de Washington, D.C.
Al Güero Letelier lo asesinaron en la mañana del 21 de septiembre de 1976 (seis días antes de mi cumpleaños y 10 días tres años después del golpe), por orden directa del general Augusto Pinochet. El comando terrorista logró colar una bomba en el automóvil de Letelier y detonarla en la esquina de Watergate, casi a los pies de Benito Juárez, en pleno corazón de la capital del Imperio, tan cerca del Pentágono, las oficinas de la CIA, la Casa Blanca… y mi padre lloraba con un ligero temblor en el rostro y apretaba la manita de mi hermana… y apretó también mi mano cuando balbuceó que en ese coche bombardeado habían matado a su amigo Letelier, el Güero que me había regalado un balón redondo como el mundo y no el ovoide gringo que irónicamente se juega más con las manos que con los pies…y pocheando, es decir malhablando español con acento inglés, le pregunté ¿por qué nos traes a ver esto? ¿por qué estamos aquí? Y mi padre hace eco aún el día de hoy y cada vez que recuerdo la infamia y todo atentado contra la paz y serena dignidad: “Para que nunca lo olvides”.
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