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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Democracias opuestas: Benito Juárez y Napoleón III

Benito Juárez no se lanzó en contra del periodismo. Cuando finalizó la intervención francesa puso en vigor la Ley Zarco, muy abierta en materia de libertad de prensa

Benito Juárez, en una imagen de archivo de 1860.
Benito Juárez, en una imagen de archivo de 1860.Hulton Archive (Getty)

Se cumplen 215 años del natalicio de Benito Juárez, principal integrante del panteón heroico mexicano. Fue un político controvertido, pero tras su muerte las facciones liberales se reconciliaron con su memoria, como han mostrado las historiadoras Carmen Vázquez Mantecón y Rebeca Villalobos.

Esa memoria, como todas, está llena de olvidos convenientes. No se recuerdan sus actividades contra el pueblo binnizá ni su desbordada simpatía por los políticos y empresarios estadounidenses. Tampoco suele destacarse su habilidad política. Como si señalar que era un hombre ambicioso, que hizo de todo para conservar el poder, dañara su inmaculada imagen. Benito Juárez era un civil sin mando de tropa; rodeado de militares criollos, más jóvenes que él, igualmente ambiciosos, con amplias clientelas políticas y gente armada a su disposición. Ese abogado indígena, de pocas palabras, consiguió en un par de años mediante argucias legales y alianzas, sacar de la competencia por el poder a los generales Manuel Doblado, Santiago Vidaurri y Jesús González Ortega. Eso me parece muy admirable. Con la ley en la mano, retuvo la presidencia hasta 1872, cuando murió.

La cualidad más destacada de Juárez en el relato patriótico del pasado mexicano es la defensa de la soberanía frente a la intervención francesa. Se suele confrontar su figura con la de Maximiliano de Habsburgo, el emperador sostenido por las bayonetas europeas. Me parece más fructífera la comparación entre el presidente mexicano y el emperador de los franceses, pues da cuenta de dos formas distintas de concebir la democracia.

Juárez llegó a la presidencia de México sin ser electo para ese cargo. A finales de 1857, los conservadores se rebelaron contra la Constitución. El presidente de la república, Ignacio Comonfort, secundó el golpe de Estado. Al final, ni los liberales ni los conservadores respetaron su investidura. Legalmente, en ausencia del titular del poder ejecutivo, el cargo correspondía al presidente de la Suprema Corte de Justicia, puesto que ostentaba Benito Juárez. Durante aquellos años de guerra civil, su legitimidad emanaba de la Constitución, no de los votos. Cuando concluyó ese conflicto, Juárez ganó por vez primera una contienda electoral por la presidencia de la república, pero la intervención militar francesa ocasionaría que, en uso de poderes extraordinarios, alargara su mandato. No sobra decir que esto fue muy criticado, no por los conservadores, sino por numerosos liberales.

Para Juárez, ocupar el cargo más importante del poder ejecutivo nacional no dependía exclusivamente del voto popular sino de la Constitución y las leyes. Solo en una ocasión apeló al pueblo soberano. En la convocatoria de agosto de 1867 para elegir diputados al Congreso de la Unión, presidente y magistrados del poder judicial, introdujo un plebiscito para saltarse las leyes. Ganó la votación a la presidencia, pero no consiguió su objetivo de dividir al poder legislativo. Nunca más intentó algo parecido.

Su némesis, Napoleón III, prefería la democracia directa. En La démocratie inachevée, Pierre Rosanvallon mostró cómo desde 1848 los bonapartistas promovieron el plebiscito como mecanismo idóneo de la democracia. En 1851 y en 1852, Luis Napoleón convocó al pueblo soberano para reformar las leyes y el orden político francés.

Estas llamadas a la participación directa del pueblo condujeron al emperador a afirmar que él mismo “ya no es un hombre, sino que es un pueblo”. En 1870, cuando hizo un nuevo plebiscito, exigió unanimidad. La voluntad del pueblo solo podía ser una. No se cancelaba la pluralidad, pero sí se descalificaba, pues se asumía que las posiciones políticas opuestas al emperador (quien “encarnaba al pueblo”) solo podían ser motivadas por intereses perversos, prejuicios o engaños.

Esto condujo al repudio de las organizaciones políticas autónomas. Los clubes políticos, las logias, las asociaciones de ciudadanos, fueron considerados innecesarios y perniciosos para la democracia por los bonapartistas, pues la relación entre el pueblo y el emperador debía ser directa, sin intermediarios. En este lado del Atlántico, Benito Juárez construyó su carrera política precisamente a través de sociedades cívicas, como el Club Reforma y su periódico El republicano.

Alexis de Tocqueville había publicado en la década de 1830 De la démocratie en Amérique. Los republicanos franceses y los mexicanos no admiraban tanto las instituciones de Estados Unidos, sino la organización democrática de esa sociedad. Las asociaciones cívicas, las juntas de vecinos, las logias, daban sentido a la democracia. Juárez creía en eso; Napoleón III, no. Para el emperador, lo mejor era la versión más pobre de la democracia, la que reduce el papel de la sociedad a escuchar a su líder y salir a votar sus iniciativas.

Los bonapartistas acusaban, con razón, que detrás de cada club, de cada periódico, hay intereses particulares. Juárez también lo sabía, pero no los descalificó. Criticó a los lerdistas y porfiristas, pero no la existencia de esas formas de participación política.

Cuando Víctor Hugo, amigo por correspondencia de Juárez, publicó el panfleto Napoléon le petit, fue perseguido y exiliado. En México, la prensa liberal, vocera de organizaciones políticas, criticaba y ridiculizaba al presidente constantemente. Juárez no se lanzó en contra del periodismo. Por el contrario, cuando finalizó la intervención francesa abrogó la restrictiva Ley Lafragua y puso en vigor la Ley Zarco, mucho más abierta en materia de libertad de prensa. Sabía que los medios de comunicación tienen intereses, pero también que la democracia funciona mejor cuando se critica al gobierno.

Napoleón III construyó un régimen autocrático, aunque se asumía un emperador democrático que convocaba directamente al pueblo, enfrentado a las organizaciones y medios que desde su punto de vista desvirtuaban la soberanía popular. Juárez, en cambio, asumía una democracia con la Constitución, con periodismo crítico, con organizaciones cívicas. Si hizo eso es porque, como señaló su biógrafo Brian Hamnett, el presidente era republicano, no pretendió establecer una dictadura.

El legado de la concepción juarista de la democracia pervivió durante décadas. Al finalizar la primera década del siglo XX, los clubes políticos liberales y sus periódicos impulsaron la campaña antirreleccionista de Francisco I. Madero y contribuyeron a la caída de la dictadura de Porfirio Díaz en 1911.

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