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COLUMNA
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Qué fue de todas las flores

El lema de la última década española podría ser de la regeneración a la resistencia. Nos hemos atrincherado en una guerra de posiciones

Alberto Núñez Feijóo, el martes en el Congreso tras acudir a La Zarzuela dentro de la ronda de consultas del Rey para la investidura.
Alberto Núñez Feijóo, el martes en el Congreso tras acudir a La Zarzuela dentro de la ronda de consultas del Rey para la investidura.Andrea Comas
Oriol Bartomeus

Núñez Feijóo se presentará a la investidura a finales de septiembre porque no le queda otra. Sabe que, salvo sorpresa mayúscula y talonario mediante, no conseguirá los votos necesarios para ser el próximo presidente del Gobierno. Pero necesita esa investidura para borrar la terrible última semana de campaña que protagonizó, y que muy probablemente le costó los escaños imprescindibles para gobernar. Feijóo necesita recuperar presidenciabilidad, ese rasgo que valoraron tanto en él porque Casado no lo tenía. Esa aura presidencial que perdió en el tramo decisivo de la campaña y que le persigue desde entonces. Feijóo no será presidente, pero puede asegurarse un nuevo intento, si hay repetición electoral. Por eso va a la investidura, para convencer a los accionistas mayoritarios del PP, los mismos que le ungieron, de que le den una nueva oportunidad.

El episodio ha traído recuerdos de enero de 2016, cuando Rajoy declinó el encargo real (el primero del reinado de Felipe VI) para presentarse a la investidura. Pero entonces Rajoy, a diferencia de Feijóo ahora, era presidente, es decir, que gozaba de una posición privilegiada. En nuestro sistema, el presidente, una vez investido, es una figura blindada, casi inamovible (casi, como bien sabe el propio Rajoy). Esta vez es Sánchez el que goza de tal posición y por ello no se mueve y deja que sea Feijóo el que salte al ruedo. Cuando este fracase (si el espectro de Tamayo lo permite), ya será el momento para que el presidente salte a la arena, si es que salta.

Las coincidencias entre 2016 y hoy acaban aquí. No han pasado ni ocho años y parece que fue hace un siglo. Entonces un terremoto había sacudido los cimientos del sistema. Las réplicas de la crisis de 2008 en la primavera de 2011, con el movimiento de los indignados, habían acabado reventando el sistema de partidos en 2014 y 2015. Lo que no podía suceder estaba sucediendo ante nuestras narices. En las generales de diciembre de 2015 dos partidos nuevos, Ciudadanos y Podemos, habían obtenido entre ambos más de cien diputados, los partidos dominantes se habían quedado solo con la mitad de los votos. El PP había perdido 63 escaños, 20 el PSOE.

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Entonces la palabra era regeneración democrática. Cuarenta años de sistema merecían un aggiornamento, una puesta a punto. Precisamente la generación de la democracia, los nacidos a partir de 1976, habían votado mayoritariamente por los partidos nuevos. El cambio (los cambios) era una demanda de los nacidos con la democracia. Había una mayoría regeneradora en el nuevo Congreso, si se contaban los diputados de los nuevos partidos, más el PSOE y los nacionalistas. Una mayoría que se podía plasmar en una agenda de reformas para reforzar nuestra democracia.

Hubo lo que se dice una ventana de oportunidad. La hubo. Y se cerró. Fue hace siete años y parece que fue hace un siglo. Lo de después es de sobra conocido. El tacticismo de Iglesias, la vanidad de Rivera, la huida hacia ninguna parte del nacionalismo catalán. Y la reacción. De la vieja guardia del PSOE, del núcleo madrileño que controla al PP, la aparición de Vox. La polarización y los bloques se han adueñado del paisaje político. Los jóvenes de 2015 ahora tienen entre 26 y 47 tacos. De ellos, los que votaban a la derecha siguen votando a la derecha, pero en 2015 la mayoría votaba a Ciudadanos y ahora votan al PP y a Vox. La izquierda del PSOE ha retrocedido sin que mejore significativamente el apoyo a los socialistas. La regeneración ya no está en la agenda, dominada ahora por la resistencia. De la regeneración a la resistencia podría ser el lema de la última década española. Nos hemos atrincherado en una guerra de posiciones. La derecha en sus feudos (ahí sigue, intacta, su mayoría en el CGPJ) y la izquierda en su intento de no ser arrastrada, de mantener, de aguantar.

Qué fue de todas las flores, se preguntaba Pete Seeger en su famosa canción, y él mismo se contestaba en la estrofa final: están en los cementerios.

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