Los libros de Wallapop
Compramos más volúmenes de los que podemos leer porque queremos ser mejores
Comparto vida y hogar con un bibliófilo. Así dicho suena bonito y la verdad es que lo es, pero tiene sus cosas, como la dificultad que eso añade a las mudanzas. En la primera que hicimos juntos, me puso una condición: a la casa común solo nos llevaríamos 10 títulos cada uno. El resto se quedarían en las de nuestros padres hasta que tuviéramos una propia. Me imaginé entonces que estaba renunciando a acumular libros por un tiempo, pero simplemente estaba dejando espacio.
Porque a esa veintena inicial se le han ido sumando, casi cada semana, libros antiguos y nuevos, de tapa blanda y dura, ediciones refinadas y ejemplares intonsos. E incluso colecciones como la Gredos Clásica, que tenemos repetida porque la muchacha de la inmobiliaria nos dijo que iban a tirar una de un piso que habían vendido y ¿cómo íbamos a dejar que hicieran eso? Mucho mejor subir los casi cien ejemplares a pulso a un cuarto sin ascensor.
Nuestras últimas adquisiciones, sin embargo, no han sido donadas ni compradas en librerías. Ni siquiera en IberLibro, donde debemos tener la distinción vip, sino en Wallapop, una aplicación en la que se venden bicicletas estáticas que ya se utilizan solo como perchero, cunas portátiles que uno no ha usado jamás y, por lo visto, también libros.
Wallapop está siendo la madriguera de Alicia de mi pareja. Se mete, hace scroll y el tiempo se para. Allí encuentra tesoros que lleva años buscando a cinco euros o libros que no se han reeditado y son difíciles de conseguir. Cuando llega el pedido siempre le hago la misma pregunta: que para qué quiere tantos libros si no tiene tiempo de leer todos. Ni siquiera es retórica, porque conozco la respuesta: algunos compran más libros de los que leerán para construir un yo al que aspiran; otros, porque quieren dejarle una biblioteca en herencia a sus hijos, que en realidad es legarles una forma de mirar al mundo; otros, porque cuando compran libros creen estar comprando tiempo para leer, y los mejores porque saben, simplemente, que hay lecturas que no pueden quedarse sin comprar. Pero detrás de todas ellas subyace una sola razón: compramos más libros de los que podemos leer porque queremos ser mejores.
Mientras barrunto esto, empezamos a abrir las cajas. Detrás de cada paquete de Wallapop no hay un obrero cobrando cuatro duros como en los que manda Amazon, sino un particular. Un particular que a veces tiene a bien enviarte tus nuevos libros con sus fotocopias del curso de alemán hechas bola a modo de acolchamiento, o envueltos en un trapo de cocina para que no se le doblen las esquinas, o cuidadosamente forrados en un almanaque de 2021 de la Carnicería Antón de Santander donde hay apuntadas un par de citas médicas.
Después los abres y resulta que alguno tiene subrayados y apuntes, y en otro descubres, porque de pronto deja de haber anotaciones, que se lo dejaron a la mitad. Algunos, los más desgarradores, tienen incluso dedicatoria. Casi siempre acabas planteándote quién lo vende, si su dueño o el nieto del que un día lo compró, si el ex despechado o el intelectual que está sin un duro. Así, los libros de Wallapop acaban teniendo no dos sino tres vidas: la que viven con su primer comprador, la que viven con el segundo, y la que quien los compró de segunda mano imagina que tuvieron antes de llegar a él.
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