La vida de los libros
Probablemente tengan que pasar 2.000 años para que uno de los ejemplares de la reciente y millonaria tirada del primer volumen de memorias de García Márquez tenga, para un bibliófilo, algún valor. Bajo semejante premisa, la del valor de los libros (su valor bibliográfico y su valor ajustado o no a catálogo) iniciaron en muchos casos sus colecciones algunos de los excelentes bibliófilos que, aquí y allá, reunieron bibliotecas que están más cerca de ser apreciadas como museos que como la biografía que toda biblioteca tiene la obligación de desvelarnos: la del lector. De hecho, en este campo de la bibliofilia, se habla más de colecciones que de bibliotecas. Mendoza Díaz-Maroto escribe, según creo, un entusiasta ensayo sobre la bibliofilia que tanto es manual para no iniciados o relato y anecdotario de las andanzas de su autor y de otros coleccionistas, como -me temo- un involuntario testamento, una sentida elegía o un impremeditado obituario de un mundo que o bien ha terminado ya sus días, o bien los terminará en no mucho, a juzgar por los nuevos valores audiovisuales, los ingenios informáticos o, simple y llanamente, la muerte tantas veces anunciada de la lectura.
LA PASIÓN POR LOS LIBROS. UN ACERCAMIENTO A LA BIBLIOFILIA
Francisco Mendoza Díaz-Maroto Espasa Calpe. Madrid, 2002 397 páginas. 21,50 euros
Se da en las páginas de este
libro (de un libro que trata del amor por coleccionar libros, no por su contenido ni por su lectura, como puntualizara Umberto Eco) la descripción de un ambiente, y de una pasión, que para muchos resultará ajena, impensable o inaudita; es más, el autor, al trufar sus capítulos de anécdotas, casos personales, historias, datos y obsesiones relativas a la bibliofilia, ni hace concesión al lector curioso o a aquel que precisa ser convencido con los habituales recursos publicitarios, ni tampoco hace proselitismo. En definitiva, que a las características de manual, elegía u obituario habría que añadir la de autobiografía de un bibliófilo que relata en muchas ocasiones hechos de los que fue protagonista o testigo, y que reproduce, en su ensayo, las portadas, encuadernaciones, lomos, etcétera de los libros que su pasión ha ido reuniendo con dosis alícuotas de paciencia, tiempo y dinero.
Asegura el autor que el bibliófilo tiene algo de comerciante, de exhibicionista y, a veces, de delincuente sin más; todo este ejercicio de crítica o de autocrítica de un colectivo que se caracteriza con frecuencia por el anonimato y el secretismo de sus miembros, se ve contrarrestado en el ensayo por algunas (o bastantes) apreciaciones que ninguna importancia tendrían en el siglo XVIII, siglo dorado de la bibliofilia, pero que ahora, al escribir el obituario de esta, digamos, afición, no pueden pasarse por alto. Y no por un prurito de ortodoxia o de filiación a la ya agonizante corrección política, sino tan sólo porque sitúan aquello que se ensalza -y que se ensalza para neófitos, no lo olvidemos-, la bibliofilia, en la órbita alcanforada de lo divinizado por sus acólitos: no creo que convengan en nada al por tantas razones útil y entretenido ensayo las frecuentes perlas de misoginia dispersas en sus páginas (tanto cuando se titula un apartado Bibliofilia y mujer no casan bien, como cuando en ademán de galanura se reconoce a las mujeres "mejor preparación", y no sólo esto, sino que "los libros -al fin y al cabo, masculinos- también prefieren ser manipulados -en el buen sentido de la palabra- por unas delicadas manos femeninas"); y esto, por mucho que su autor advierta de que su libro pertenece al género ensayístico y que, en consecuencia, "el tema objeto del mismo se trata con libertad". Y vaya esta observación para -es un decir- el vuelo bajo del chiste, la gracia conveniente o inconveniente, o el comentario ajeno al propio tema y más bien de gusto costumbrista, pues también se ironiza, por lo alto, sobre la propiedad de un manuscrito de Leonardo da Vinci, y se sugiere si no le hubiera dado igual a dicho magnate poseer algo del otro Leonardo, el de Titanic.
Y, claro, aquí ya se pierden todas las razones y todas las virtudes (desde informativas hasta documentales y eruditas) que el libro tiene; y se pierden no sólo por el desenfado, se pierden por el tono, por la implícita falta de respeto que hacia el lector contiene lo dicho; y se pierde también el rigor histórico: que sepamos, ni una sola de las serranas, las ficticias y las reales -si es que las hubo-, del marqués de Santillana coleccionaron libros y sí, en cambio, don Íñigo. Y ahora, más de quinientos años después, todavía puede alguien tener en sus manos uno de aquellos libros: un bibliófilo es un conservador de parte de la memoria humana (los libros) y un eslabón de la indefectible cadena que debería siempre acabar en el mayor invento ilustrado en cuanto a institución cultural y pública: una biblioteca. La cultura supone transmisión, nunca acumulación personalista ni personalizada.
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