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Columna
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Héroes sin plancha

La escena se repite desde tiempos inmemoriales: no hay éxito profesional sin su correspondiente fracaso personal

Fotograma Jack Ryan con Wendell Pierce
Fotograma de la serie 'Jack Ryan' con Wendell Pierce.
Manuel Jabois

En la última temporada de Jack Ryan, entretenida serie de vacaciones, época en la que mejor convivimos con los clichés, un padre divorciado (James Greer) acude a ver por primera vez un partido de su hijo. El chico, que está en el banquillo esperando su oportunidad, se ilusiona de repente; su cara cambia, sonríe: toda la escena da vergüenza ajena. Entonces al hombre (el gran Wendell Pierce, por cierto) le llaman por teléfono. Es el presidente de Estados Unidos pidiendo, de buen rollo, que Greer vaya a su despacho. Greer echa una última mirada al chico, que espera salir a jugar en algún momento, se sube al coche y se va. Su hijo lo mira con pena infinita. El hombre ni se acerca a decirle “disculpa”. De hecho, cuando habla con él por teléfono le dice “es que ni te imaginas quién me llamó”. El chaval recupera por un momento cierta ilusión (“a lo mejor a papá le llamó Margot Robbie, yo también me hubiera ido”), y el padre le dice, tras pensárselo: “Bueno, nadie”. Ya le había hundido yéndose del partido, pero a los guionistas les pareció poco: el ensañamiento continuaba y no tenía pinta de parar hasta que el chico fuese caminando cabizbajo al garaje con una cuerda y una silla. “Junior”, le faltó decir al buen Greer, “te ofrecimos en adopción hace años y no te quiso nadie, así que hagamos un esfuerzo por hacer de esta convivencia algo llevadero. Y oye, no sabía que eras suplente”.

La escena se repite desde tiempos inmemoriales en el mejor y peor cine estadounidense: no hay éxito profesional sin su correspondiente fracaso personal. Siempre hay un dilema terrible en el que los protagonistas tienen que elegir de qué tren de los dos saltan. Lo hacen desde el tren familiar, pero no se crean que la vida real es así: son películas de acción; si el protagonista antepone la función de teatro de su hijo a una misión secreta en Somalia, alguien tendrá que secuestrar al niño para que la película llegue a la hora y media (probablemente el secuestrador esté vinculado a la misión somalí). El deber de la patria o el deber de la familia, eso nunca cambia: no se pueden cumplir los dos deberes juntos. Eso sí, siempre hay conciliación familiar a posteriori: los niños a los que sus padres no hacen caso recuperarán con una sonrisa su amor por ellos cuando los vitoreen por las calles de Nueva York tras salvar el planeta, y presumirán de ellos en su colegio: “Mi papá no sabe cómo me llamo, pero ha desactivado una bomba que podría haber matado al tuyo”.

En la escena de Greer, esa en la que pasa de su hijo, se produce otro hecho inestimablemente hollywoodiense: la discreción. Esa apabullante discreción mezclada tóxicamente con humildad. Greer podría haber aliviado un poco a su hijo (“te fallé porque el país peligraba y el presidente me reclamó: sólo algo así me impediría verte sentado de suplente”) pero se echa atrás. Esto pasa mucho también. Alguien llega tarde a una cita porque de camino salvó a un niño de morir ahogado, pero se sienta en la mesa pidiendo disculpas sin decir nada; no dice nada porque sabe que los espectadores sabemos, y que de algún modo el niño aparecerá en otro momento de la película y su cita sabrá la verdad del héroe o heroína. Es una de las diferencias entre el cine y la vida: que en la segunda no está garantizado el público.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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