Optimismo ciego, narcisismo letal
Hay asentado un rechazo automático tanto a la crítica externa como al autoanálisis profundo para no amenazar la única certidumbre inequívoca de nuestro tiempo: el culto a la personalidad
Nadie quiere escuchar de la situación del prójimo ni una pizca que le vaya a suponer una incomodidad psíquica o cognitiva con respecto a la validez de sus propias creencias, valores y conductas. Hay asentado un rechazo automático tanto a la crítica externa como al autoanálisis profundo para no amenazar la única certidumbre inequívoca de nuestro tiempo: el culto a la personalidad. Nada merece consideración si no se ajusta a las expectativas prefabricadas por el consumo o la ideología.
Hace una década, se intentó edulcorar la realidad política anunciando la época de la empatía como estrategia para recuperar la confianza en la democracia. Supuso un desahogo por los estragos de la crisis económica de 2008 sobre el capital social de los países. Un espejismo que ni tan siquiera la pandemia ha logrado transformar en una estructura robusta de sustento afectivo. Así, la promocionada resiliencia no ha pasado de ser una moda engañosa dado que, en verdad, escasea, entre otros factores por una alarmante falta de atención y comprensión lectora para escuchar discursos que exigen disciplina, preparación y esfuerzo intelectual y que son imprescindibles para entender la ambigüedad del mundo.
En cambio, el narcisismo, como principio organizador de la vida anímica y económica del ciudadano occidental, ha salido fortalecido, convirtiéndose en la auténtica enfermedad mortal, contagiándose impunemente sin que exista voluntad institucional por curarlo.
En el plano político, el dogma del narcisismo letal enseña a negar que pueda haber alguna esperanza en utilizar la política como instrumento para el cambio social. Lo único que el narcisismo legitima es trabajar a favor del egoísmo, “de lo mío”, coincidiendo que tal asunción representa la manera más efectiva de luchar contra el pensamiento radical. Mediante este reduccionismo irracional todos los proyectos que aspiran a una sociedad no fundada en torno a la desigualdad y la explotación quedan redefinidos como vehículos sospechosos de volverse corruptos e incapacitados por naturaleza para ser coherentes con la visión teórica que defienden. El efecto secundario consiste en que la validez ética de los propósitos radicales quede suspendida en un vacío sine die, de forma que hasta un hipotético intento quede abortado desde su misma aparición en el pensamiento. El narcisismo se convierte en un instructor implacable, enseñando a responder sin complejos a una pregunta antagónica para cumplir con su mandato: ¿en qué medida me afecta personalmente la disminución de la pobreza en mi país?
La pobreza intelectual. En su libro, Poverty by America, Mathew Desmond recapitula hechos que deberían avergonzar a cualquier demócrata anglosajón o europeo que se sienta concernido con los planteamientos cívicos postulados por Kant, Max Weber, Alex de Tocqueville o John Stuart Mill: hace un decenio que entró en vigor la Ley de Sanidad Asequible (Obamacare) en EE UU y aún quedan 30 millones de estadounidenses sin cobertura médica. En las plantas norteamericanas de empaquetado de carne, donde no llega la automatización, se contabilizan dos amputaciones de falanges a la semana. Y las máquinas expendedoras en los almacenes de Amazon solo suministran gratuitamente ibuprofeno y paracetamol. Entre la población reclusa (1,6 millones), el 40% han sido testigos de un asesinato cuando eran niños, el 34% creció en un hogar con violencia de género y el 17% sufrió abusos sexuales. Teniendo en cuenta que la línea de ingresos que marca la pobreza en EE UU está fijada en ganar menos de 12.000 euros al año para una persona, o menos de 25.000 euros si es una familia de cuatro, el resultado arroja que el 12% de la población es pobre aunque tenga un trabajo (cerca de 40 millones de personas).
Desmond indica la urgencia de ampliar el concepto de pobreza; iniciativa que comparto. En concreto, apuesto por entender la pobreza como el dolor que genera una situación emocional y material de inestabilidad. La pobreza es la negación explícita de la libertad, y tirando de este hilo, la pobreza intelectual vendría a ser la negación explícita de la razón como herramienta para liberarse de formas de explotación. Cuando la clase política omite la valoración de la alta cultura y la sustituye por la propaganda y por formas superficiales de explicar la realidad y prometiendo soluciones infantiles, estaría ensalzando el demonio de Narciso, quien cae en un optimismo ciego para impedirse reconocer su propia complicidad con la perpetuación de la pobreza, incluida la suya.
La expiación del pecado. Un trastorno narcisista es tanto un amor desmedido por uno mismo como la impotencia para amar a los demás, pero también es un proceso de renegación interno. Kierkegaard aludió a este sujeto como aquel que “tiene ojos que no ven y oídos que no escuchan”, pues es alguien que ante la imposibilidad de deshacerse de lo que le resulta insoportable de sí mismo y del mundo, elige suprimir su miedo por esta enfermedad. El narcisismo es tóxico porque te alienta a dirigir la rabia no contra uno sino contra cualquier objeto externo, al mismo tiempo que preservas todo lo que te supone un tormento para así poder repetir el sentimiento de odio. El narcisismo letal apela a que nadie necesita del perdón de una autoridad ética. Para funcionar, al narcisista le basta consigo mismo, protegido de todos los peligros que le rondan dentro y desconfiando de terceros, a los que tildará de poco fiables. En efecto, si no hay necesidad alguna de expiar el pecado, ¿puede haber democracia?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.